jueves, 10 de abril de 2025

Publio Ovidio Nasón (Sulmona, Italia, 43 a. C. – Tomis, actual Constanza, Rumania, 17 d.C.)

 

 

 

Muerte de Orfeo

 

 Mientras que, con su canto, el poeta de Tracia
arrastraba los bosques tras de sí, guiaba en procesión los animales, 
y hacía que las rocas lo siguieran, ocurrió que las Ménades, 
ebrias por el licor vertido y el deseo no libado, lo divisan desde el borde 
de un promontorio, al tiempo que tañía la lira, 
acompañando sus canciones. Y una,
desarreglados los cabellos por la suave brisa, “Ahí,
ahí está”, exclama, “el que nos desairó”,
y apuntando a la boca abierta en pleno canto, le dispara una rama 
que por estar cubierta de follaje
deja una marca sin herida. El arma 
de otra es una piedra, que lanzada en el aire es derrotada
por el concierto de la voz y de la lira,
para caer al fin ante sus pies, como si le pidiera 
perdón por semejante atrevimiento.
Es entonces que toda moderación se pierde
y estalla, temeraria, la violencia, 
porque sus proyectiles, amansados por el canto
se habrían detenido, inofensivos, en mitad del aire,					
si el estruendo de palmas, cornetas y tambores 
y su ulular frenético no hubiesen sofocado el sonido de la cítara:
las piedras, al no oírla ya, se sonrojaron con su sangre.
Pero en primer lugar, lo privan del sinfín
de aves encantadas por su voz, de las serpientes
y el tropel de animales, galardón de su triunfo.
Finalmente, se vuelven contra él, con las manos
rezumantes de sangre, y lo persiguen
arrojándole tirsos verdecidos de guirnaldas,
hechos para otro fin. Unas lanzan terrones,
otras le avientan ramas arrancadas a algún árbol,
otras le tiran rocas; y no faltan
armas a su furor, porque unos bueyes
sometían los campos al arado, 
y no lejos de ahí había unos labriegos que cavaban la tierra 
para ganar, con el sudor, su fruto,
que al ver la multitud enardecida
huyen, dejando atrás sus herramientas de trabajo:
yacen desperdigadas por los campos vacíos
palas, largos rastrillos y pesados azadones.
	Munidas de esas armas, se entretienen
primero con los bueyes, haciéndolos pedazos,
y luego se apresuran al plato principal:
sacrílegos, despojan de la luz a quien tendía
las manos, suplicante, y por primera vez
pronunciaba palabras sin efecto,
sin poder conmoverlas con su voz. 
Por esa misma boca, que escucharon las piedras
y hasta los animales supieron comprender,
al expirar, el alma se encamina de regreso hacia los vientos. 
	Y cómo te lloraron las aves sin consuelo,
la turba de las fieras, y hasta las duras rocas y los bosques,
que tan frecuentemente se plegaran a tu canto.
Te lloraron los árboles, dejando caer su cabellera tonsurada
como señal de duelo. Incluso dicen
que a causa de las lágrimas 
los ríos aumentaron su caudal. Sus miembros 
yacen diseminados en diversos sitios;
la cabeza y la lira, casualmente
juntas, vienen a dar a un río de la zona;
ése es el escenario del prodigio: 
mientras corriente abajo se deslizan
por el medio del río, rumbo al mar,
exánime, la lengua todavía murmura, lacrimosa;
responden, lacrimosas, las orillas,
y la lira, sin mano que la pulse,
se queda balbuciendo un no se qué.


(Metamorfosis, XI, vv. 1-53)

 

Traducción de Ezequiel Zaidenwerg Dib

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