Muerte de Orfeo
Mientras que, con su canto, el poeta de Tracia arrastraba los bosques tras de sí, guiaba en procesión los animales, y hacía que las rocas lo siguieran, ocurrió que las Ménades, ebrias por el licor vertido y el deseo no libado, lo divisan desde el borde de un promontorio, al tiempo que tañía la lira, acompañando sus canciones. Y una, desarreglados los cabellos por la suave brisa, “Ahí, ahí está”, exclama, “el que nos desairó”, y apuntando a la boca abierta en pleno canto, le dispara una rama que por estar cubierta de follaje deja una marca sin herida. El arma de otra es una piedra, que lanzada en el aire es derrotada por el concierto de la voz y de la lira, para caer al fin ante sus pies, como si le pidiera perdón por semejante atrevimiento. Es entonces que toda moderación se pierde y estalla, temeraria, la violencia, porque sus proyectiles, amansados por el canto se habrían detenido, inofensivos, en mitad del aire, si el estruendo de palmas, cornetas y tambores y su ulular frenético no hubiesen sofocado el sonido de la cítara: las piedras, al no oírla ya, se sonrojaron con su sangre. Pero en primer lugar, lo privan del sinfín de aves encantadas por su voz, de las serpientes y el tropel de animales, galardón de su triunfo. Finalmente, se vuelven contra él, con las manos rezumantes de sangre, y lo persiguen arrojándole tirsos verdecidos de guirnaldas, hechos para otro fin. Unas lanzan terrones, otras le avientan ramas arrancadas a algún árbol, otras le tiran rocas; y no faltan armas a su furor, porque unos bueyes sometían los campos al arado, y no lejos de ahí había unos labriegos que cavaban la tierra para ganar, con el sudor, su fruto, que al ver la multitud enardecida huyen, dejando atrás sus herramientas de trabajo: yacen desperdigadas por los campos vacíos palas, largos rastrillos y pesados azadones. Munidas de esas armas, se entretienen primero con los bueyes, haciéndolos pedazos, y luego se apresuran al plato principal: sacrílegos, despojan de la luz a quien tendía las manos, suplicante, y por primera vez pronunciaba palabras sin efecto, sin poder conmoverlas con su voz. Por esa misma boca, que escucharon las piedras y hasta los animales supieron comprender, al expirar, el alma se encamina de regreso hacia los vientos. Y cómo te lloraron las aves sin consuelo, la turba de las fieras, y hasta las duras rocas y los bosques, que tan frecuentemente se plegaran a tu canto. Te lloraron los árboles, dejando caer su cabellera tonsurada como señal de duelo. Incluso dicen que a causa de las lágrimas los ríos aumentaron su caudal. Sus miembros yacen diseminados en diversos sitios; la cabeza y la lira, casualmente juntas, vienen a dar a un río de la zona; ése es el escenario del prodigio: mientras corriente abajo se deslizan por el medio del río, rumbo al mar, exánime, la lengua todavía murmura, lacrimosa; responden, lacrimosas, las orillas, y la lira, sin mano que la pulse, se queda balbuciendo un no se qué. (Metamorfosis, XI, vv. 1-53)
Traducción de Ezequiel Zaidenwerg Dib
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