jueves, 23 de abril de 2020

W.G. Sebald (Alemania, 1944 - 2001)


VIII


Con el pintor a caballo,
a veces también en lo alto
del carro, va un niño de nueve años,
el suyo, como piensa con asombro,
engendrado en su matrimonio con Anna.
Es un camino muy bonito, ese último
de septiembre de 1527, a lo largo del agua
y por los valles. El aire agita la luz
entre las hojas de los árboles, y desde las alturas
ellos miran el país que se extiende en su entorno.
Descansando, apoyado en las piedras,
Grünewald siente dentro de sí su desgracia
y la del artista del agua de Halle.
Como los estorninos, el viento nos empuja
a volar en la hora en que caen
las sombras. Lo que queda, hasta el final,
es el trabajo encargado. Al servicio de la familia
Erbach de Erbach, en el Odenwald, el pintor dedica
los años restantes a un altar.
Una crucifixión otra vez y la lamentación,
la deformación de la vida avanza
lentamente, y siempre, entre la mirada
del ojo y el levantar del pincel,
Grünewald hace ahora un largo
viaje, interrumpe también con mucho mayor
frecuencia
de la que solía la ejecución de su arte,
para enseñar a su hijo
en el taller y fuera, en los verdes campos.
Lo que él mismo aprendía no se dice en ningún lado,
sólo que el niño, a la edad de catorce años,
murió de repente por causa desconocida y que el
pintor
no lo sobrevivió mucho. Si miras fijamente hacia
delante
ves en el gris crepúsculo
dar vueltas los molinos de viento lejanos.
El bosque retrocede, es verdad,
tanto que no se sabe
dónde estuvo, y la casa de hielo
se abre, y la escarcha dibuja en el campo
una imagen descolorida de la tierra.
Así, cuando el nervio óptico
se desgarra, en el espacio tranquilo del aire
todo es blanco como la nieve
en los Alpes.
   En "Del natural"

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