viernes, 17 de abril de 2020

Libertad Demitrópulos (Jujuy, Argentina, 1922 - Bs. As. 1998)




Bailarina de Delfos



Me alejo de mi corazón
y de pronto la alegría me deja sorda.
Corro ciega, hechizada por el cuerpo,
en un empuje de alma
y los mirlos de mis ojos
arden con un olor de ébano.
Así como si en Siria o en el Líbano,
o en la roja Delfos, el sol se estremeciera,
es el clamor de mi sangre negra.
Quiero gritar, irme volando,
retenerme en mi espíritu,
amarme como nunca, asesinarme.
Y me agita la música
sin mi mortal corazón,
en medio de toda la tristeza.
¡Con qué pasión el movimiento
me contiene sin el tiempo!
Mas la tristeza
es siempre la nota más profunda,
aunque mi locura de alegría
ruede en el desorden de mi alma
y me aniquile
como una música.
Yo conozco otra tarde en este cuerpo,
otra tristeza más muerta.





La forma

 


Aun sin la profunda oscuridad,
sin los sueños soterrados,
tu gran pausa escribía un dibujo destrozado
de arcángeles.
Tu sin forma energía, por las lloviznas suaves
de la estación sin rosas
se diluía, adolescente.
Allí yo sé que estabas, que vivías
prisionera de ti, enamorada
de tu fuerza, marchita, sin hacer todavía
del pensamiento.
¡Oh viva, oh Paz, oh transparente!





La ciudad del sur



Catedral que oprime bajo la Cruz del Sur
ciega y sin pasos estoy en vanidad.
¿Quién detiene el ingenio y en mi corazón
no me ha olvidado?
Mi alma tiene ya bocas fatales,
y catedrales turbias, de pánico y madera,
ruedan por mi memoria, como borrando cactus.
No sabéis. Bajo la Cruz del Sur monstruosamente crezco
y una ciudad no muere en sus espacios
si el tiempo se ha enredado en sus cabellos
como un perfume lento.
No sabéis del niño que jugaba
en los puentes de Brujas, con un candil de plata,
o entraba al templo de Atenea seguido de sus perros.
En zonas de cemento estáis crucificados
como fruto perdido. Yo no tengo ternura.
En zonas eléctricas estáis crucificados
con el beso espantado y la ventana oscura.
Pero detened mi cintura, la sin lágrimas,
por el ágora triste que mi locura crea.
yuardadme las manos contra la primavera
y delante de mi rostro ¡concebidme!
Crucificados somos por el mismo delirio,
pero un olor a tango carcomido es mi frente
sin pampa y sin vaso.
De mí huyen los días inevitablemente
y en mi corazón ruedan amarillos pedazos;
por mí y para siempre temblando enloquecen.
Crucificados somos, pero me dejan siempre.
Debéis llamarme en todos los espacios,
nombrarme abiertos todos los sentidos.
No puedo más. De aquí hasta la muerte
Hay hilos telefónicos tendidos.





II 

 

Cuadro de la muerte




En medio de la noche estoy soñando
que yo me cuento un sueño en el que he muerto;
me veo en tres espacios y me vierto
en cuerpos sucesivos, transitando.
Allá, mi cuerpo azul, amarillando,
Tiembla en la luz del sueño, como abierto.
Me da miedo de verme y lo despierto
con este triste cuerpo, sollozando.
Más allá, mi terrible cuerpo muerto
parece un perro loco delirando,
una siesta de pascua y aguacero.
Llueve blanco y estoy en un desierto.
Aún no está dios, ni hasta quién sabe cuándo.
Soy un monstruo y me silba un chalchalero.





Dos vidas para una sola muerte

 


Ya va a venir el día, ponte el alma
César Vallejo
Tengo ángeles negros en mi cuerpo
con bocas de la mujer y brumas.
Tumultuosos espíritus del crimen
locamente me oprimen
hasta que veo mi espectro en las espumas.
Ya no puedo amar sino el sombrío
callejón del sueño que desmaya;
amar mi olor a muerta junto a un río
revuelto de tristeza,
cuando dios, mi enemigo, mira y calla.
Un día mataré desamparada
la sórdida rosa que me calma.
Y he de quedar por siempre en el desierto,
más triste que dios muerto.
Es hora de vivir, me pondré el alma.
Me pondré el dedal y las pasiones,
la zamba del olvido y del dejarte,
y los perros, los gatos, los ratones.
Yo sola todavía
me pondré, como era, la otra parte.



Paseando con mi muerte a orillas de una acequia
No soy yo; es mi niebla.
Árboles del olvido,
gestos humanos
como cadenas
y duendes enanos
que arrodillan su figura en las arenas.
Mi niebla mira un sapo,
blando y dueño,
tanguear la pampa.
No soy yo; si nunca estuve
bajo un cielo de estampa,
ni en una acequia que gime como nube.
Yo la paseo nomás
con su música muda
—azules agujeritos—
y el cuerpo que me ha quitado
en los sauzalitos.
Quedando voy, quedando, arrimada a su lado.
Apenas soy mi niebla,
mi penumbra, mi espectro.
Con la cara pintada
y mi alma de duende
lamo desolada
las manos de mi muerte, que con horror me tiende.

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