domingo, 23 de febrero de 2025

Cristián Gómez Olivares (Santiago de Chile, 1971)

 


 

 

EL ÚLTIMO HOMBRE BLANCO

 

Hay dos pinos en el patio que aguantan el invierno

con un estoicismo propio de los samuráis

que imperturbables aparecen en las películas.

Al momento de abrirse el vientre

 

ni siquiera les tiembla la mano. El mejor

de sus amigos se encuentra a sus espaldas

(¿por qué el plural?)

 

listo para rebanar su cabeza, y ninguna gota

de temor nuble ese momento.

 

La nieve encima de las ramas parece un poema sobre Beckett.

Encima del techo que ni se inmuta

 

bajo ese montón de agua mestiza,

un poema a punto de ser escrito

 

con el mismo tono con que los perros ladran

para que los turistas a la salida de los restaurantes

 

dejen caer su comida y haya valido la pena

dar vueltas por el centro de la ciudad

 

esquivando a los guardias municipales.

 

Cuando llega el verano se mantienen impertérritos.

Las especies nativas no cuentan con el favor de los recién llegados.

 

Pero sólo los bosques autóctonos se dan bien en esta tierra.

Resulta una obviedad decirlo. Pero también la importancia

 

de aprender a hacer una fogata parecía una obviedad.

De dejar los platos escurriendo después de lavarlos.

De poner un cortafuego entre los hemisferios cerebrales.

 

Mientras observo desde la ventana de la cocina

no puedo saber de quién es la culpa.

 

Ni a orillas del riachuelo que corre al fondo del patio.

Ni bajo la pálida luz de las ampolletas que mi mujer

 

instaló bajo un toldo que compramos en Walmart.

 

Los pinos dan sombra cuando el sol está en su zenit.

Y es más fácil de llevar bajo su alero

 

el ruido de las camionetas que pasan raudas

con su carga de jardineros sin papeles

 

y capataces que acaban de conseguirlos.

 

 

(Fuente: Revista Altazor)

 

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