EL ÚLTIMO HOMBRE BLANCO
Hay dos pinos en el patio que aguantan el invierno
con un estoicismo propio de los samuráis
que imperturbables aparecen en las películas.
Al momento de abrirse el vientre
ni siquiera les tiembla la mano. El mejor
de sus amigos se encuentra a sus espaldas
(¿por qué el plural?)
listo para rebanar su cabeza, y ninguna gota
de temor nuble ese momento.
La nieve encima de las ramas parece un poema sobre Beckett.
Encima del techo que ni se inmuta
bajo ese montón de agua mestiza,
un poema a punto de ser escrito
con el mismo tono con que los perros ladran
para que los turistas a la salida de los restaurantes
dejen caer su comida y haya valido la pena
dar vueltas por el centro de la ciudad
esquivando a los guardias municipales.
Cuando llega el verano se mantienen impertérritos.
Las especies nativas no cuentan con el favor de los recién llegados.
Pero sólo los bosques autóctonos se dan bien en esta tierra.
Resulta una obviedad decirlo. Pero también la importancia
de aprender a hacer una fogata parecía una obviedad.
De dejar los platos escurriendo después de lavarlos.
De poner un cortafuego entre los hemisferios cerebrales.
Mientras observo desde la ventana de la cocina
no puedo saber de quién es la culpa.
Ni a orillas del riachuelo que corre al fondo del patio.
Ni bajo la pálida luz de las ampolletas que mi mujer
instaló bajo un toldo que compramos en Walmart.
Los pinos dan sombra cuando el sol está en su zenit.
Y es más fácil de llevar bajo su alero
el ruido de las camionetas que pasan raudas
con su carga de jardineros sin papeles
y capataces que acaban de conseguirlos.
(Fuente: Revista Altazor)
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