Dónde están las impolutas estrellas
Todo el mundo pasa Nochebuena a la deriva en las escaramuzas del cuerpo, mezclando luces con sombras, defendiéndose a los codazos y mirando feo. El aire está cargado de lana húmeda y plumas de ganso. ¿Dónde están las estrellas, impolutas como grandes ideas? Detrás de aquellas nubes que saturan los cielos de barro luminoso, de los transbordadores con su aureola de polvo, de la contaminación lumínica de los jets que sostienen el curso de las cosas. Los chicos patean una pelota que rebota del suelo al techo y pasa sobre la mesa con el arbolito encima que rebosa de adornos regalados por Burger King y de luces que de vez en cuando aciertan en su triste parpadeo. Un hito: todo el mundo mira y se queda mirando para cerciorarse de que en verdad pasó. Los lavarropas de carga frontal parecen televisores abstractos. Y la programación es importante: habla de la confusión y la suciedad con que tratamos de esconder la vida. Pero éste no es el lugar para eso, donde los pervertidos conocidos y aún por conocer vienen a piratear ropa interior y los inocentes se aferran a sus calzones navideños. Las reglas son explícitas: sólo las prendas más resistentes, el superyó del atuendo, son capaces de tolerar semejante agitación. Y sólo los pobres están invitados a aguantarse los estornudos por el jabón en polvo y la limpieza del resentimiento. Imagínense una instalación en un museo: 200 hipnóticos lavarropas cargados de telas a los tumbos. Los críticos podrían recoger el guante, con declaraciones que cayeran como sobretodos de oro y plata, cota de malla sobre cada máquina: “Este Laverrap de sitio específico se baja de la torre de marfil para confrontarnos con un realismo de magnitudes sociopolíticas. El vertiginoso movimiento de los estampados, colores y texturas impregna estas obras de un abundante éxtasis inconsciente. La suavidad de la forma circula con vigor por las pantallas. No se le informan al espectador las causas de la suciedad, aunque somos testigos del proceso de ablución. El mensaje: no somos impecables”. A quién no le encantaría saberlo. Y por eso, nos fuerzan a espolvorear una empatía piadosa sobre la franela repleta de pelusa, el nylon con sus huecos, la pantalla frontal que proyecta esta luz con su industria ligera, el arbolito bobo y los jingles sobre las navidades blanquiazules, las castañas, los cascabeles, mientras cae la nieve sobre todo lo que queda a la vista: desde las máquinas que entregan esos chicles esféricos que rebotan al caer y los auditorios crepusculares de pisos pegajosos hasta las mansiones destartaladas repletas de animales sonrientes de porcelana donde la luz se escapa de un sacudón de las pantallas de los televisores y las viejitas frágiles como bastones barren la entrada a las ocho de la mañana. Así como la nieve vuelve clásico lo que dista de ser impecable, y sacude lo soso o pasajero más rápido o más lento para que así podamos contar apenas con que después se vaya, dándole una lección de liquidez a lo que quiere presentarse sólido.
Traducción de Ezequiel Zaidenwerg Dib
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