lunes, 27 de septiembre de 2021

Jorge L. Legrá (Baracoa, Cuba, 1970)

 

 

Huir de lo humano.


Eso es lo humano, tan insistente que nos destroza.

Algo se descompone con cada movimiento de la razón, se mueve ronco y macizo entre los niños que la maestra moviliza. Niños de tercer grado, con saliva estricta, amaestrada, resbaladiza y espesa sobre el rostro del testigo de Jehová que no saludó la bandera. A alguien siempre se le ocurre un trancazo, un puño que atravesó su ojo, que intentaba reducir los muros insoportables de su fe[1]. Eso es lo humano, la consigna domesticadora, la barra que no me deja mover, que tampoco me quiere detenido.

Continua siendo otra la voz que razona el país, empuja y remueve la barra para que memorice su lucidez.

No me deja mover[2].

Sobra el tiempo para orinar sin que pase nada. Salta el chorro, revienta como un estallido social, surca el aire, cae, construye espumas sobre un palmo de tierra, fétidas burbujas que revientan y extienden el tufo contra la paz asustadiza que no quiero, que entrego sin que pase nada.

Créeme, nada puede escapar de lo humano, nadie palpa su crueldad.


 

¿Viste a esos niños, los golpes contra el otro sin defenderse? ¿Quién eres para pensar algo mejor? Golpes. Pensar perfecciona la violencia. Golpes. El otro entrega la merienda. Golpes. La obediencia irrita. La razón irrita también.

¿Quién eres?[3] Toda palabra debería prohibirse, la saliva salpicante siempre adensa algún mal que se perpetua luego litúrgico y sagrado[4]. Golpes.

¿No lo ven? No queda tiempo para huir del aura maldita de lo humano, el razonamiento persistente que lo infecta todo.

Golpes.


 

La tragedia sigue siendo la propia vida[5], respirar bajo los escombros y escupir pegotes de tierra untados en sangre cuando cesó ya el bombardeo.

Estoy por pararme sobre el polvo quemado, mirar el micrófono desde abajo y repetir que lo más importante es el miedo, que solo el miedo nos purifica de pensar[6], que ninguna otra torre será levantada mientras haya un avión contra los sesos de esta raza, mientras salten en trocitos, desperdigados, sesos humeantes, hechos cenizas hacia los arenales  Dios.

Estoy con el animal contra el suelo, su íntimo dolor es persuasivo, pero su carne es más importante que el pánico, y por lo tanto, el dolor no repercute. La tragedia cesa para el animal, lanza un último mugido, la última patada a la película sucia de la realidad,  cesa su vida y por tanto su tragedia, pero entonces vuelve animal, aparece en cada bocanada de aire en que me afirmo, viene con alguna otra idea despalmada, tantea mi cuello, localiza la yugular, y silba un tango, un ritmo pegajoso de furias interoceánicas, lucidísimas bombas  que amenazan con caer.

Solo eso nos purifica[7], el pensamiento guarda una ojiva irresistible, solo eso, nunca estaremos a salvo.


 

Contra ti quiero llevarte[8], abrirte los hijos, destriparlos para que te reconozcas débil en lo que resulta tu fuerza. Aunque soy el asesino, también soy tu carne.

Toca esta tela, es un pedazo de mi padre, la he masticado con rabia hasta llegarlo a entender[9]. No digas el sabor de su carne, yo mismo vi sus franjas caer sobre el paño, sentí el sabor áspero, ondulante, de tribuna en tribuna[10]. Estoy declarando un exterminio que me sature de existencia, provocando emigraciones masivas hacia el punto original. Postulo un sitio limpio en la historia, sin verdades perversas ni cronistas militantes, algo radicalmente despojado de esos ojos de isla que lo trastornan todo con agudeza.

Eso, contra ti quiero llevarte, saltar la piedra, arrancarle el nombre.


 

Y en tanto desastre humanitario ¿cuál culpa concierne a los libros?[11]

Cada verbo tejido, sílaba por sílaba, va fraguando la parcela pública y civil. El fuego crepita en sus junturas para que no se disgregue de su mal. Cada frase encajada  en las volutas del cerebro a tirones arrastra el mondongo cognitivo, para introducirlo, por ejemplo, en la hoguera donde un cordero manso se calcina, un claro desperdicio entre aquellos hombres que lo acorralan, que se toman fotos, curiosean y sonríen. Pudo ser un negro, un judío, predicador, mercenario, un comunista.

Palabras palabras palabras iguales a la curva de tu rodilla que presiona y aplasta tu propio cuello, se clava buscando tu silencio, que sientas el placer. No puedo respirar. Y tu humanidad debe sonreír. No puedo respirar.[12]

Un libro también fue la sangre de un niño, la piel de una criatura recién nacida sobre la que se escribía con cierto lujo. Cuerpos habitados por las palabras, pensamientos tatuados en la piel.[13]

Hay libros tolerantes frente al hedor de la carne carbonizada, y libros que golpean el fuego, que arden sin salvación, arden[14] . Cuál es la culpa que les pertenece.

Un libro no puede justificar alguna cosa, continua siendo una caja mal claveteada donde aún guardas confiadamente tu humanidad. No puedo respirar. No.

Entre aquel que enciende el fuego y aquel que lo golpea solo existe una cabrona razón, un insoportable deseo de pensar.

Cuál es la culpa, el libro. Respirar no, ya no puedo.


 

Dios les perdona. Arremeten con insistencia, persuasivos y seductores hasta borrar al hombre mismo del cuerpo[15]. Dios les perdona

hasta la sangre.

La deuda moral se hincha desordenadamente, quieren curar la infección, hacer un piquete por donde salga el líquido viscoso, apretar, soportar el dolor y apretar hasta que salga toda la infección.  Eso quieren, pero se precipitan, corren a colocar una cruz de ceniza, el trozo de carne en el mismo centro, y la ceniza despliega su arquitectura, una lógica pública, un megáfono para amplificar la peste hasta cubrir el hueco del cielo. Crece la deuda a punto de reventar, y algún profeta tiene que aparecer, volcar la prensa y las redes, subir a la piedra, gritarles.

El grito reproduce los golpes de un padre, el cinturón doblado en su mano derecha, la intensidad soñadora contra las piernas del hijo, nalgas, espalda, intensidad fecunda por el impulso distante y exagerado de ese grito capaz de ablandarlos hasta ceder sus almas.

Blasfemias de una era, ¿quién las consagró? Blasfemias. ¿Cómo nadie pudo ver en esa lucidez un bulto de escombro apenas notable en la inmensidad del cintarazo? Dios les perdona.

Es lo excesivo, dice el profeta, la demasiada razón que huye de la violencia para volverla perfecta.

El profeta abre los ojos. Nada ha pasado. Más bien continúan, a palos duros, que no quede nada del hombre en el hombre mismo. El profeta vino para juzgarlos, pero Dios les perdona.

Se repiten. Aunque nunca parezcan los mismos siempre son la misma amenaza.

La palabra me toma, me desenvaina sobre un par de libros, empuja a desencajarles un saber. Cada argumento llega, su buldócer sostiene el timón, llega, contra las míseras casas levantadas en un terreno que es de todos, terreno que no es de nadie.

No soporto el sitio si es ya conocido. Trabajamos por hacer ajustes en la enfermedad, no nos interesa desplazarla[16].

Se repiten, tanta voluntad de mejoramiento nos vuelve cada vez peores. Se repiten, el buldócer va sin freno. Lo común es su mensaje de perdición.

 



[1] Siempre tras el muro la visión se obliga a completarse, Paul Celan lo tuvo claro en aquella habitación donde escribió este verso: Conozco la más vespertina de todas las casas: allí/ un ojo mucho más profundo que el tuyo espera ansioso.

[2]La conciencia es eso, una viga de hierro hundida en la/ sangre que se fortalece.  “Un Cadáver Ideal”, Editorial Oriente, 2017, pp68

[3] ¡Ah!, el mundo; desde mi primera infancia ha asustado a mi espíritu y le ha hecho replegarse en sí mismo. (Carta de Holderlin a Neuffer)

[4]  El animal sanguinolento sobre el altar fue la prótesis que simuló alguna vez nuestra perfección. R. M, Rilke ve confirmada su tesis: “lo bello es solo el inicio de lo terrible.”

[5] Más claro lo expresa Robert Creeley, Si en la muerte estoy muerto,/entonces en vida también/muero, muero…

 

[6] Tengo miedo de arrancar la máscara porque tengo miedo de ver mi verdadero rostro,
que imagino atroz. Ahí puede estar la lepra o el mal o algo más terrible que cualquier imaginación mía.
(J.L.Borges)

[7] Tan tentadora la pureza que incluso Raúl Zurita se vio dominado por su impulso y escribió: Cuando llego a soñar siento como un bien; siento/como si me hubiera ido de esta mugre de/ ratoneras y respirara purito, puro.

[8]¡Ah, qué grande es librarse de los estorbos del mundo y de la opinión pública! (Willian Hazlit)

[9]A algunos asusta esta nota del diario de Gombrowich : …vuestra patria soy vosotros mismos.

[10] Es la postura fértil que admiro en el cronista de indias Gonzalo Fernádez de Oviedo: No escribo de autoridad de algún historiador o poeta, sino como testigo de vista. O la tan citada actitud de los cristianos de Berea (ver Santa Biblia, Libro de Hechos, capitulo 17)

[11]Irene Vallejo cuenta acerca del adolescente Alejandro Magno quien dormía con la obra de Homero junto a una daga bajo la almohada.

 

[12]Me estoy asfixiando, quítame esta bolsa de encima... soy claustrofóbico». Fueron las últimas palabras de Jamal Khashoggi, , columnista de opinión saudí en The Washington Post. Torturado en el consulado de arabia saudita, turquia, su agonía duró 7 minutos. “No puedo respirar”, gritó el afrodescendiente George Floyd, bajo la rodilla de un policía sobre su cuello, gritó hasta que llegó al paro cardiorespiratorio.

 

[13] Lo dice Irene Vallejo en El Infinito en un  Junco

[14]Jorge Mañach lamentó la decisión de cierta administración política que arrojó su valiosa Biblioteca al vertedero.

 

[15] Amar al hombre como así mismo, según la prescripción de Cristo, es imposible. ¿Estamos condenados por la ley del individuo en la tierra?(Carta de S. Dalí a P. Picasso)

[16] Pocos concurren a los nacimientos, son más lo que acuden a la muerte. Así es en lo biológico y así en las cosas del espíritu.


(Fuente: Bitácora del Párvulo)

 

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