Mi vieja
tejió este tapiz,
1 x 1,50 metros,
único recuerdo
que recuperé
esos hijos de puta
en su casilla de Tristán Suárez,
tras una paliza
que a duras penas superó
con los meses.
Bordado
a la antigua usanza
que desde muy niña
aprendió
para conjurar
la mala suerte
y los azotes de Satán.
Mi vieja
hiló y deshiló
los realces y festones,
entrecruzó
dolores y amores
y así dio a luz
esta Sagrada Familia
bajo la dicha
de una paloma santa
y una gloria de colores
en franco equilibrio y sustancia.
En el ángulo superior derecho,
en acercamiento pronunciado,
se puede ver
una hoz y un martillo blancos
enmarcados en un rombo rojo,
un sello figuradamente real
y una mano de oro,
sin uñas,
con manchas de sangre
sosteniendo los detalles.
En el extremo inferior
opuesto, un par de ángeles
muy delicadamente amarillos
con los ojos vueltos hacia el cielo
turbio
e imperturbable,
con el suave rostro
estrujado
por algún desgarro
tan sublime
como puede
ser la muerte de Cristo.
La composición
obedece
en su delicadeza
y asperidad
simultáneas
a un ambiente hierático
en consonancia
con la tradición húngara
que llegó al Piamonte
quién sabe cuándo.
La pieza,
exhibida
en la Feria Comunal
de las Castañas y las Trufas,
atrajo
el cardumen y el avispero,
en concurrente
y tal vez sincrónico.
El síndaco, los republicanos de Einaudi,
los monárquicos y los exégetas de la biblia
y el calefón,
los muy moralistas Chiarenza,
el cura Beccaria
que me bautizó alguna vez
sin el agua del socorro,
lo peor de los Nitti,
protofascistas pandilleros,
al señor Locatelli,
el inventor de la levadura de cerveza,
parroquianos varios,
los desnudos de opinión
que son los peores,
y hasta los cinco masones,
que volaban en el ocaso
con alfombras orientales
la declararon persona no grata
en un clandestino opúsculo
que no merece comentario.
Otros agregaron:
anticlerical, carbonaria, separatista,
plebiscitaria, lunática,
nihilista, sectaria, garibaldina,
encarnada de la gripe española,
amante de Cavour,
propiciatoria de plagas agrícolas,
dalia pero no narciso,
maximalista, Tulipán Luxemburgo,
o Rosa,
no está claro,
los hombrones de zuecos portar,
murmuraban que la primicia
les había secado el esperma
como una larga exposición
delante de un horno,
aquellos del bajo
que da al arroyo,
que era
el Gengis Khan de las colmenas,
etcétera;
otros picos mordaces
cuchicheaban el riesgo civil
en ese mancomún
donde todos se conocían
y ordeñaban sus cabras,
etcétera.
Mi vieja
lloró por tres días.
Pero así no era ella.
Salió a la calle.
Respiró de buena voluntad
y pies en tierra
y se largó a interceptarlos
con sus ojos claros
de flechas y dagas,
tan jóvenes y firmes.
Desconcertados los barulleros
le rehuían,
tan encimados como cagones.
Y la vida continuó.
Ella volvió a sus tejidos de lana,
a pastorear las siete ovejas,
a los ravioles de verdura,
a su postre francés
con quince huevos, marsala
y un kilo de cacao
que hacía las delicias
de la casa y los eventuales compradores.
El pueblo
también volvió
a sus penurias vecinales
y hemorroidales
hasta
que mi vieja
empezó a ser mi vieja
y se casó.
Después
vino Mussolini,
el campo de concentración,
la venta de la casa,
vine yo,
mi hermano durante la guerra,
el barco que no era el ebrio de Rimbaud,
el largo viaje
desde el puerto hasta San Rafael,
la miseria de las viñas,
el infortunio de la enfermedad de mi viejo,
otro viaje en el conurbano
del puerto,
una casilla con muchos gatos
y plantas
y los hijos de puta
que menciono al principio
y un relato de nunca acabar.
- Inédito -
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