viernes, 25 de noviembre de 2022

Ángela Figuera Aymerich (Bilbao, España, 1902 - Madrid, 1984)

 

  / 6 poemas

 


POETA

 

Más de un día me duele ser poeta. Me duele

tener labios, garganta, que se ordenan al canto.

 

Es tan fácil vivir cuando sólo se vive

mudo y simple, esquivando la pesquisa y el vértigo.

 

Pero aquel que es poeta ni en mitad del tumulto

ni emboscado en la orilla logrará su descanso.

 

Porque el ojo sin párpado no consigue la noche

y en acecho infinito se le enciende y afila.

Porque todo el misterio, despeñada gaviota,

le golpea el cantil de las sienes desnudas

y, en la boca, transidas de belleza imposible,

las enormes palabras se le agolpan y enredan.

 

Porque vive y lo sabe. Porque muere y lo sabe.

Pero el grito convulso de su vida y su muerte

es halcón insumiso que las nubes devoran.

 

Océanos, ciclones, bosques, astros habitan

en el ámbito estrecho que su cráneo circunda.

Olas, aves, raíces, pulsaciones, acordes,

por la red de los nervios se le enroscan vibrando.

 

¡Qué avidez de contornos le agudiza los dedos!

¡Qué avidez de caminos le estremece las plantas!

En el pecho le crece su imperioso destino.

 

Y, ni dentro ni fuera, en la fina tangente

que tan sólo en un punto a lo cierto se ajusta,

solitario y alerta, desvelado o sonámbulo,

el poeta mantiene su equilibrio difícil.

 

 

ABEL

 

Él no sabía nada. Era sencillo, dulce.

Vivía simplemente como vive la carne.

 

Viril de sabia nueva, erguía bajo el cielo

su vertical gozosa de rubio adolescente.

 

Oraba a un dios terrible y aplacaba su cólera

con tiernos recentales y rizadas ovejas.

 

Nada sabía. Un día, en brusca llamarada

ardió pálida envidia frente a sus ojos mansos

y se abatió iracunda sobre su pecho núbil.

Y él se encontró, de pronto, sin saber cómo, muerto.

 

Y se encontró, sin saber cómo, solo.

Con un áspero gusto de limo entre los labios

y un frío desamparo por los huesos y venas.

 

Porque nadie le dijo que estrenaba la muerte.

Que en la tierra profunda no encontraría al hombre.

Que habría de quedarse dócilmente en su sitio,

entregarse sin límites al oscuro silencio.

Porque nadie le dijo que las pardas raíces

se trenzarían ávidas a sus miembros helados

bebiendo de él sin prisa, agotándole el zumo.

Porque nadie le dijo que el romero crecía

agarrado a la piedra que pesaba en su vientre

y que el vivo carmín que adornaba la rosa

era más encendido a través de su sangre.

 

El nada comprendía. Tan sólo estaba muerto.

 

 

BOMBARDEO

 

Yo no iba sola entonces. Iba llena

de ti y de mí. Colmada, verdecida,

me erguía como grávida montaña

de tierra fértil donde la simiente

se esponja y apresura para el brote.

Era mi carne, tensa y ahuecada,

nido cerrado que abrigaba el vuelo

de un ala sin plumón y con grillete:

casi cristal y casi sueño. Tierna.

Iba llena de gracia por los días

desde la anunciación hasta la rosa.

Pero ellos no podían, ciego, brutos,

respetar el portento.

Rugieron. Embistieron encrespados.

Lanzaron sobre mí y mi contenido

un huracán de rayos y metralla.

Del más bello horizonte, del más puro

cielo de otoño vomitaron lluvia

de ciegos mecanismos destructores

que desataban sobre el cauce seco

del callejero asfalto sorprendido

los ríos de la sangre.

(...) Noches de sueño incierto, triturado

por la tremenda sinfonía

del frente en erupción y los caballos

del miedo galopando en explosivos.

Y la sangre con hambre que se exprime

hasta la última esencia

para nutrir al hijo sazonándose.

Y la desnuda soledad del cuerpo,

desorientado, desgajado en vivo

del cuerpo del amante.

Aquellas noches del pavor sin luces,

apelmazadas de odios y de ruinas,

yo te esperaba. Me llegaste a veces.

Del último bisel de la tragedia,

del borde mismo de la hirviente sima

venías hasta mí. Me contemplabas

con unos ojos llenos de agua sucia

donde asomaban rostros de cadáveres.

Ojos que procuraban ser risueños

y mansos al pasar por mi figura

y acariciar con luces de esperanza

la curva de mi vientre.

¡Con qué exaltada fuerza, con qué prisa,

con qué vibrar de nervios y raíces

nos quisimos entonces!

Yacíamos unidos, sin lujuria,

absortos en el hondo tableteo

de nuestros corazones. Escuchando

de vez en vez el tímido latido

del otro corazón encarcelado

que ya, para nosotros, gorjeaba.

Yo sonreía señalando el sitio

en que un talón menudo percutía

mis íntimas paredes en un ansia

gozosa de correr por los senderos

apenas presentidos.

Y, en medio del olvido refrescante,

en lo mejor del conseguido sueño,

surgía denso, alucinante, bronco,

el bélico zumbar de la escuadrilla.

Bramando, sacudiendo, despeñándose,

atropellándose los ecos

iban las explosiones avanzando,

cada vez más cercanas,

hasta que, al fin, la muerte en torrentera,

en avalancha loca, trascurría

sobre nuestras cabezas sin refugio.

Entonces tú, imperioso, dominante,

con un impulso elemental de macho

que guarda la nidada, con un gesto

ardiente y violento como el acto

de la amorosa posesión, cubrías

mi cuerpo con tu cuerpo enteramente,

haciendo de tus largos huesos duros,

de tu apretada carne exacerbada,

un ilusorio escudo indestructible

para el hijo y la madre.

Así, unidas las bocas, trasvasándonos

el tembloroso aliento, diluidos

en éxtasis de espanto y de delicia,

las almas contraídas, esperábamos...

No. Nunca nos quisimos como entonces.

 

 

EGOÍSMO

 

Contra el sucio oleaje de las cosas

yo apretaba la puerta. Mis dos manos,

resueltas, obstinadas, indomables,

la mantenían firme desde dentro.

 

Fuera, el naufragio; fuera, el caos; fuera

ese pavor, abierto como un pozo,

de las bocas que gritan

al hambre, al ruido, al odio, a la mentira,

al dolor, al misterio.

 

Fuera, el rastro acosado de los hombres

sin alas y sin piernas, que se arrastran,

que giran a los vientos,

que caen, que se disuelven

en muerte sorda, oscura,

derrumbándose

sin asunción posible.

 

Fuera, las madres dóciles que alumbran

con terrible alarido;

las que acarrean hijos como fardos

y las que ven secarse ante sus ojos

la carne que parieron y renuevan

su grito primitivo.

 

Fuera, los niños pálidos, creados

al latigazo rojo del instinto,

y que la vida, bruta, dejó solos

como una mala perra su camada,

y abren los anchos ojos asombrados

sobre las rutas áridas,

mordiendo con sus bocas sin dulzura

los largos días duros.

 

Fuera, la ruina de los viejos tristes

que un cuervo desmenuza fibra a fibra

en dolorida hilacha, preparando

la dispersión desnuda de los hueso.

 

Fuera, el escalofrío que sacude

el espinazo enfermo de la tierra

con ráfagas de hastío y de fracaso.

 

Fuera, el rostro de Dios , oscurecido

por infinitas alas desprendidas

de arcángeles sin hiel, asesinados.

 

Yo, dentro. Yo: insensible, acorazada

en risa, en sangre, en goce, en poderío.

Maciza, erguida; manteniendo firme,

contra el alud del llanto y de la angustia,

mi puerta bien cerrada.

 

 

ÉXODO

 

Jadeaba y corría.

Tropezaba y corría.

Con un miedo macizo debajo de las cejas

y un niño entre los brazos.

 

Corría por la tierra que olía a recién muerto.

Corría por el aire con sabor a trilita.

Corría por los hombres erizados de encono.

 

Miraba a todos lados.

Quería detenerse.

Sentarse en un ribazo y con su hijo menudo.

Sentarse en un ribazo y amamantar en paz.

 

Pero no hallaba sitio.

No encontraba reposo.

No lograba la pausa sosegada y segura

que las madres precisan.

Ese viento apacible que jamás se interpone

entre el pecho y el labio.

 

Buscaba cerca y lejos.

Buscaba por las calles,

por los jardines y bajo los tejados,

en los atrios de las iglesias,

por los caminos desnudos y carreteras arboladas.

Buscaba un rincón sin espantos,

un lugar aseado para colocar una cuna.

 

Y corría y corría.

Dio la vuelta a la tierra.

Buscando.

Huyendo.

Y no encontraba sitio.

Y seguía corriendo.

 

Y el niño sollozaba débilmente.

Crecía débilmente

colgado de su carne fatigada.

 

 

UNIDAD

 

Si todos nos sintiéramos hermanos.

(Pues la sangre de un hombre, ¿no es igual a otra sangre?)

Si nuestra alma se abriera (¿No es igual a otras almas?)

Si fuéramos humildes. (El peso de las cosas,

¿no iguala la estatura?)

Si el amor nos hiciera poner hombro con hombro,

fatiga con fatiga

y lágrima con lágrima.

Si nos hiciéramos unos.

Unos con otros.

Unos junto a otros.

Por encima del fuego y de la nieve;

aún más allá del oro y de la espada.

Si hiciéramos un bloque sin fisura

con los dos mil millones

de rojos corazones que nos laten.

Si hincáramos los pies en nuestra tierra

y abriéramos los ojos serenando la frente,

y empujáramos recio con el puño y la espada,

y empujáramos recio, solamente hacia arriba,

qué hermosa arquitectura se alzaría del lodo.

 

 

Ángela Figuera Aymerich

 

 


 

 

Ángela Figuera (Bilbao, 30 de octubre de 1902 - Madrid, 2 de abril de 1984) fue una escritora española, representante de la denominada poesía desarraigada de la Primera Generación de Postguerra española.

 

(Fuente: La Parada Poética)

 

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