Coníferas
Hojas indistinguibles hechas pasta
por la lluvia y las suelas. En el porche,
una babosa trepa sin notarnos
por la pared descascarada. Adentro,
la luz por las persianas bajas pinta
un claroscuro, el de la intimidad
interrumpida de una casa en torno
a la mesa vacía. En el reloj
de la pared una langosta ríe
pintada, y da la hora de una época
que aparece y se aleja como ondas
de un lago. ¿Quién, y cuándo,
tiró la última piedra. No volvimos
a este pueblo, a esta casa, a los tablones
de esta mesa de roble a responder,
ni a ser la piedra que nos apuntale
o nos hunda del todo. Nos sentamos
a la mesa. Sorbemos, deglutimos
materia frita. Si los robles crecen
y expanden sus anillos abrazándolos
a un centro que se achica, vos y yo
crecimos al revés. En el otoño
de nuestro descontento, caminemos
otra vez por los médanos: las botas
se entierran en la arena, el viento raspa
las mejillas. Vayamos de la mano
al bosque, a ver los pinos, que se yerguen
orgullosos, el uno junto al otro,
y siembran en el suelo agujas secas.
Trad. Ezequiel Zaidenwerg
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