domingo, 24 de septiembre de 2023

René Char (Francia, 1907-1988)

 

La biblioteca esta en llamas 

 

 

René Char

A Georges Braque

Por la boca de este cañón esta nevando. Teníamos el infierno en la cabeza. En el mismo instante, la primavera en la punta de los dedos. Son las andanadas de nuevo permitidas, la tierra enamorada, las hierbas exuberantes.

También, el espíritu, como todo lo demás, ha temblado.

El águila está en futuro.

Toda acción que comprometa el alma, incluso si ésta lo ignora, tendrá como epílogo arrepentimiento o pesadumbre. Es menester consentir en ello.

¿Cómo vino a mí la escritura? Como plumón de pájaro contra mi ventana, en invierno. Al punto se levantó en el hogar una batalla de ascua que todavía hoy no ha concluido.

Sedosas ciudades de la mirada cotidiana, insertada entre otras ciudades, de calles que trazamos nosotros solos, bajo el ala de relámpago que responden a nuestros cuidados.

Todo en nosotros no debería ser sino fiesta jubilosa cuando algo que no hemos previsto, que no iluminamos, que va a hablar a nuestro corazón, por sus propios medios se cumple.

Sigamos lanzando nuestras sondas, hablando con voz igual, agrupando las palabras; acabaremos por hacer callar a todos esos perros, por lograr que se confundan con el herbazal, vigilándonos con ojo borroso mientras el viento borra su espalda.

El relámpago me parece largo.

Solamente mi semejante, la compañera o el compañero, puede despertarme de mi torpeza, desencadenar la poesía, arrojarme contra los límites del viejo desierto para que triunfe sobre él. Nadie más. Ni cielos, ni tierra privilegiada, ni cosas que nos estremecen. Antorcha, solamente bailo con él.

No es posible comenzar un poema sin una parcela de ser empleada de sí mismo y del mundo, sin una brizna de inocencia en las primeras palabras.

En el poema, cada palabra o casi cada palabra ha de ser empleada en su sentido original. Algunas, desligándose, se vuelven plurivalentes. Las hay amnésicas. La constelación del Solitario está tendida.

La poesía me robará mi muerte.

¿Por qué poema pulverizado? Porque al cabo de su viaje hacia el País, tras la oscuridad prenatal y la dureza terrestre, la finitud del poema es luz, aportación del ser a la vida.

El poeta no retiene lo que descubre; habiéndolo transcrito, en seguida lo pierde. En eso radica su novedad, su infinito y su peligro.

Mi oficio es oficio de adelantado.

Nacemos con los hombres, morimos desconsolados entre los dioses.

La tierra que recibe la semilla está triste. La semilla que tanto va a arriesgar es feliz.

Hay una maldición que no se parece a ninguna otra. Parpadea con una especie de pereza, es de naturaleza afable, pone cara de rasgos tranquilizadores. Pero, una vez acabado el fingimiento, ¡qué nervio, qué inmediata carrera hacia el objetivo! Probablemente –pues que la sombra en la que construye es maligna, la región perfectamente secreta- se sustraiga a una denominación, sepa zafarse siempre a tiempo. Dibuja, en el velo celeste de algunos clarividentes, parábolas harto aterradoras.

Libros sin movimiento. Pero libros que se introducen con agilidad en nuestros días, deslizan en ellos una queja, abren bailes.

Cómo decir mi libertad, mi sorpresa, al cabo de mil rodeo: no hay fondo, no hay techo.

A veces la silueta de un caballo joven, de un niño lejano, avanza exploradora hacia mi frente y salta la barrera de mi cuidado. Entonces bajo los árboles la fuente vuelve a hablar.

Deseamos permanecer desconocidos para la curiosidad de aquellas que nos aman. Las amamos.

La luz tiene edad. La noche no. ¿Pero cuál fue el instante de esta fuente entera?

No tener varias muertes suspendidas y como cubiertas de nieve. No tener sino una, de buena arena. Y sin resurrección.

Detengámonos cerca de los seres que pueden renunciar a sus recursos, aunque no exista para ellos más que poco repliegue o ninguno. La espera excava para ellos un insomnio vertiginoso. La belleza les pone un sombrero de flores.

Pájaros que confiáis en vuestra gracilidad, vuestro sueño peligroso a una hacina de cañas, cuando viene el frío, ¡cómo nos parecemos a vosotros!

Admiro las manos que colman y, para emparejar, para unir, el dedo que rechaza el dado.

Se me ocurre a veces que la corriente de nuestra vida es poco aprehensible, ya que sufrimos no solamente su facultad caprichosa, sino también el fácil movimiento de brazos y piernas que nos harían ir allí donde nos sentiríamos felices y yendo, en la orilla anhelada, al encuentro de amores cuyas diferencias nos enriquecerían; este movimiento no se cumple, rápidamente decae hasta una imagen, como un perfume enfurecido sobre nuestros pensamiento.

Deseo, deseo sabio, no sacamos provecho de nuestras tinieblas, sino a partir de ciertas soberanías verdaderas provistas de invisibles llamas, de invisibles cadenas que, revelándose paso a paso, nos hacen brillar.

La belleza hace su cama sublime completamente sol, extrañamente construye su renombre entre los seres humanos, a su lado pero apartada de ellos.

Sembremos las cañas y cultivemos la viña en las laderas a la orilla de las llagas de nuestro espíritu. Dedos crueles, manos precavidas, este chistoso lugar es propicio.

Quien inventa, al contrario que quien descubre, no añade a las cosas, no aporta a los seres sino máscaras, separaciones, una papilla de hierro.

¡Por fin toda la vida, cuando arranco la dulzura de tu verdad enamorada a tu profundidad!

Permaneced cerca de la nube. Velad cerca de la herramienta. Toda semilla es detestada.

Acción bienhechora de los hombres, ciertas mañanas estridentes. En el hormigueo del aire que delira asciendo, me encierro, insecto indevorado, seguido y perseguidor.

Frente a estas aguas, de formas duras, por las que pasan en ramillete estallados todas las flores de la montaña verde, las Horas se desposan con los dioses.

Fresco sol cuyo bejuco soy.

 

Traducción y notas de JORGE RIECHMANN

La palabra en archipiélago. Madrid. Ediciones Hiparión. 1996. Págs. 89-107.

 

(Fuente: La Mecánica Celeste)

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