domingo, 30 de octubre de 2022

Begoña Abad (Burgos, España, 1952)

 

Nada soy

 

Cuando paseo en el bosque, árbol soy
y soy el sol que se filtra entre las hojas,
el aire que las mueve o el insecto que las habita.
Y si es el mar lo que contemplo
me hago ola mansa y espuma y pájaro marino.
Si escucho música me transformo en nota
o en prolongado silencio del pentagrama.
Cuando es el cielo lo que veo
ando volando, pues nube me hago,
o lluvia fina, nieve a veces o hielo transparente.
Piel se hace mi piel junto a la tuya
y mano en la caricia y ojos en tu mirada,
en palabra que pronuncias, me reconozco.
Y cuando avanzo hacia ti, soy tú.
Lo soy todo y nada de eso soy.

 

La medida de mi madre

 

No sé si te lo he dicho:
mi madre es pequeña
y tiene que ponerse de puntillas
para besarme.
Hace años yo me empinaba,
supongo, para robarle un beso.
Nos hemos pasado la vida
estirándonos y agachándonos
para buscar la medida exacta
donde poder querernos.

Leo el fracaso de mi madre
en unos ojos turbios, de miedos
que se anclaron en ellos.
Me quiso princesa y salí rana
que ningún príncipe supo desencantar.
Me vistió de niña y me hice mayor
antes de tiempo, de su tiempo.
Hubiera podido seguir sus pasos:
rendirme a la evidencia,
pero la evidencia me indignó
y tuve que sacarla de mis ojos,
unos ojos que aprendieron a mirar
más allá de lo que me contaron.
Donde ella puso flores, yo veía cadenas.
Donde cosía sedas yo descosía afanes.
Donde inventaba cuentos yo leía tristezas.
Me quiso dejar acompañada siempre
y siempre estuve sola conmigo.

El gato de mi vecina
me mira desde un estrecho alféizar
en la ventana de un octavo piso.
Es la primera visión de la mañana.
Me mira con sus ojos alargados y verdes
en medio de un grumo de pelo blanco
y permanece quieto, como si fuera de
porcelana.
Abajo, un patio, también estrecho,
de baldosas rojas
y una caída profunda
como la vida.
Me pregunto por qué se atreve
a sentarse en ese borde peligroso,
por qué instinto primario
se arriesga a la libertad
de mirar tejados.
Nos parecemos bastante,
a mí también me gusta
bordear los límites
del patio en el que vivo.

Los poetas creen que es lo leído
lo que ha quedado detrás de su paso
y se van felices si les palmearon la espalda,
si les rindieron honores militantes,
si les pidieron un autógrafo o una foto,
si alguien quiere editarles un libro,
si les pidieron un prólogo o les dedicaron un poema.
Los poetas no son distintos
al común de los mortales, no en eso,
sin embargo hay algunos que además de esto
aprenden, por las noches, a desvanecerse. Son los grandes.

Lejos de la excelencia y de la moda,
de los cánones aburridos y tristes,
escribo en sus márgenes
desvergonzadas verdades que recojo
en los bazares del pueblo,
en los lugares donde la gente se desnuda
borracha de injusticia y de asco
hasta dejarse las vergüenzas al aire.
Porque escribir me salva.

Lo que no necesita palabras, lo innombrable,
lo que ya está dicho desde el silencio de la creación,
lo esencial, lo innato, lo sagrado, abierto con los ojos
de abrir puertas sin puerta,
donde nadie ha entrado jamás si no es hecho luz,
rendido a esa evidencia que a todo responde sin palabras
y que unifica el misterio de la vida.

 

 

Desobedecer

 

Desobedecer con la terca humildad
del que no tiene argumento intelectual que lo defienda
pero tiene el sentido primitivo de lo justo.
Desobedecía, así, desde niña
cuando no creía que los padres tuvieran siempre razón,
ni que las sotanas fueran palabra de Dios.
Desobedecía cuando me hablaban de la verdad mintiendo,
cuando predicaban pero no daban trigo
y cuando me decían que obedecer era amar
pero yo ya intuía que amar era otra cosa
que agachar la cabeza para esperar el golpe.
Cuando escuchaba mi nombre
nunca dije “servidora”.

 

 

Mater Amábilis

 

Mi madre no recuerda el nombre de su madre.
Ha olvidado el camino de regreso a la vida,
no sabe usar el peine, ni la cuchara,
se pone, casi siempre, la chaqueta al revés
y revuelve cajones en su memoria,
pero siempre sonríe al escuchar mi nombre.
Mi madre no recuerda si tuvo algún amante,
si ha viajado muy lejos, si ha perdido algún tren,
dónde están sus anillos, si alguna vez fue guapa,
que le gustaba tanto el Chinchón y el café,
que las letras unidas tienen significado
y que el perro que amaba nos dejó ya hace un mes.
Mi madre me recuerda, sin amargura,
lo que yo he olvidado tan tontamente,
la oración de su abuela que me dormía
las canciones de cuna que me cantaba,
y unas romanzas moras que, en letanía,
desgrana mirando por la ventana.
Mi madre y yo sujetamos recuerdos olvidados
como podemos, a veces con dolor,
otras con risas, siempre con esperanza.

 

El aceite

 

En lugar de decirme te quiero
mi padre me regalaba aceite
y mi madre me cosía la ropa.
Les domaron de niños de esta manera
y aún peor…
Nacer en aquel tiempo oscuro
en el que, a falta de pan,
se comían las palabras mejores
y olvidaban su significado.
Me ha llevado toda la vida
aprender su idioma,
pero me han quedado secuelas:
nunca coso por si acaso
y cuando miro el aceite
las manos me llevan a tu encuentro
y escribo poemas.
Para aprender a amar
hay que nacer muchas veces.

 

 

Vestir a mi madre

 

Un día sucede, sin aviso,
que te agachas definitivamente,
a ras de suelo,
que tocas sus pies y los descalzas,
que comienzas a mirarla desde abajo
sin verle los ojos,
comienzas a vestirla y ella se deja
apoyando sus manos en tus hombros.
Y no sucede nada más
y sin embargo tú percibes su derrota
y comienzas a amarla de otro modo,
vencida tú también, ambas vencidas
y el tiempo comienza la cuenta atrás.

Últimamente dedico horas y horas
a mirar a mi madre.
Su lentitud y su tesón
para buscar las gafas,
para buscar las llaves,
para buscar lo que necesita.
Aprendo el modo de buscarla a ella,
para cuando me falte.

 

 

Migas y coplas

 

¡Qué pequeña mi vida!,
pienso mientras recojo las migas de pan
después de cada comida y las guardo con cuidado,
estos gestos diarios que me recuerdan a mi madre.
Me pregunto si seguiré guardando esas migas para los pájaros
que salen cada día al encuentro de sus pasos
cuando la ven llegar, con el delantal
sujeto por los vértices y su mano alzada,
como sembrando vida.
El pan nuestro de cada día dánosle hoy,
pían los gorriones que la conocen
y ella canturrea…
tú me acostumbraste
a todas esas cosas
y tú me enseñaste
que son maravillosas…
No sé si es su voz o la mía, las confundo.
Yo respondo para mis adentros el estribillo…
pero por qué no me enseñaste
cómo se vive sin ti.

Qué podré escribir de las manos de mi madre
desmigando, pausada,
la hogaza de penas que siempre lleva con ella.
Qué podré escribir
cuando esta imagen se me vaya borrando,
por más que ahora la sujete en mis ojos cada día,
sabiendo lo frágil de la memoria…

 

(Fuente: ersilias.com)


 

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