INVENTARIO DEL MALÓN
7 lanzas, 2 hachas, 1 tambor,
14 indios, 1 caballo blanco.
De los catorce, sólo dos
lucen amenazantes, uno sonríe,
uno, detrás, es sorprendido en pleno
ejercicio de invisibilidad, uno tiene
un cuchillo entre los dientes,
uno permanece indiferente al mundo
y a todo lo demás, uno otea a la distancia,
como un prócer.
Un par pasa los cuarenta,
uno es realmente pequeño,
cuatro, en el ángulo izquierdo,
son adolescentes,
el resto oscila entre los veinte y los treinta.
El caballo, además de blanco, es potrillo.
Todos tienen el torso desnudo y cubierto
de pintura con motivos ornamentales.
Abundan las plumas, los flecos,
las cabelleras largas y greñudas.
En el centro, un cartel:
LOS ÚLTIMOS DE ESTA RAZA
Cuatro están casados, uno
preferiría no estarlo, cinco
son parientes entre sí, dos
se aman en secreto, uno querría
dejar todo y viajar, y tal vez lo haga,
pero más adelante, dos tocan
la guitarra con destreza, seis profesan
la religión católica,
tres son ateos, cuatro, socialistas,
cinco militan con fervor
en las filas del anarcosindicalismo.
Diez, al menos, tomaron la primera comunión.
Seis pasaron una noche detenidos en un calabozo,
cuatro de ellos por un malentendido.
De los 14 integrantes del malón inmóvil, cinco
son italianos, seis, españoles, y los restantes
son sirio libaneses (aunque les dicen
turcos).
El caballo es blanco como el caballo de Lawrence de Arabia.
El tambor es un regalo que un familiar
trajo del norte, un adorno
más que un instrumento, por eso
suena así.
El que sonríe, con quince años, es mi abuelo.
El marco es de un cartón grueso y oscuro,
un marrón noble cubierto de ramificaciones con hojas
y pequeños florilegios en relieve. En el reverso,
escrito en lápiz, se lee:
año 1926, 1º premio
Comparsa 15 Argentinos.
BRICOLAGE
¿Qué hubiera visto Ponge en esa soga blanca
de nylon trenzado? ¿Cuánto tiempo
le hubiese dedicado William Carlos Williams
a trenzarla en cuatro versos?
¿Hubiera tenido algo para decir el objetivismo
de su mudez y su distancia inaccesibles?
Una vez, al menos, por semana, Claudio hacía
con la soga blanca un nudo, la cruzaba
por sobre un tirante y
se la calzaba al cuello.
Subido a un banco de madera contemplaba el mundo
en los pequeños objetos de su galpón:
frascos de vidrio con tornillos, una colección
de revistas deportivas de los 70,
sobrecitos con semillas de lechuga
y achicoria, y la luz que se filtraba
por una ventana no muy grande,
no muy limpia, y daba plena
en la hoja de un serrucho. Después
se quitaba la soga,
desataba el nudo,
guardaba el banco bajo una estantería,
y regaba los canteros.
Un día prueba varios nudos más pequeños
que aprendió a hacer en Malvinas,
y con la soga blanca de nylon trenzado
arma un portamaceta más o menos,
medio choto pero firme,
que sigue ahí en el patio
con un clavel del aire.
(Fuente: Espacio Murena)
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