martes, 30 de abril de 2024

T. S. Eliot (St. Louis, Estados Unidos, 1888-Londres, 1965)

 

Retrato de una dama













Tú has cometido fornicación: 
y  lo has hecho en otro país,
y, además, la chica está muerta.

                          El judío de Malta [Marlowe]


I

En medio del humo y la niebla de una tarde de diciembre,
usted logra que la escena se ordene por sí misma –como parece hacerlo-
con: “He reservado esta tarde para usted”,
y cuatro velas de cera en el sombrío cuarto,
cuatro anillos de luz allá arriba, en el techo;
una atmósfera de tumba de Julieta
para las cosas que se digan o no se digan nunca.
Hemos escuchado, déjenme decirlo, al crepuscular polaco
trasmitir los preludios a través de su pelo y la yema de sus dedos,
“tan íntimo este Chopin, yo creo que su alma
solo debería resucitar entre amigos,
dos o tres, que no toquen la flor
que se aja y cuestiona en la sala de conciertos.”
Y así la charla se desliza
entre veleidades y pesares cautelosamente contenidos,
a través de sones de atenuados violines
mezclados con remotos cuernos
y comienzos.
“No sabe usted lo mucho que significan para mí mis amigos,
y qué raro, qué raro y extraño eso, descubrir así, 
en una vida hecha de demasiadas, demasiadas diversidades y metas
(porque en verdad no la amo... ¿lo sabe? ¡No es usted ciego!
¡Qué agudo es usted!)
hallar un amigo con estas cualidades, 
que las tenga y las ofrezca,
todas esas cualidades sobre las que vive la amistad.
Qué importante es que le diga esto:
sin esas amistades... la vida ¡qué cache!”
Entre las volutas de los violines
y las arietas
de quebradas cornetas,
dentro de mi cerebro un aburrido tam-tam comienza
el absurdo martilleo de un preludio propio,
caprichosa monotonía
que por lo menos es una definida
 “nota falsa”.

Déjennos tomar aire en un trance de tabaco,
admiremos los monumentos
discutamos los últimos eventos,
sincronicemos los relojes con la hora pública.
Y sentémonos un rato a beber nuestras cervezas.


II

Ahora que las lilas han florecido
ella tiene un jarrón con lilas en su cuarto
y mueve una entre los dedos mientras habla.
“Ah, amigo mío, usted no sabe, no sabe
lo que es la vida, usted que la tiene entre sus manos”
(lentamente mueve los tallos de las lilas).
“Deja que se deslice desde usted, la deja ir,
y la juventud es cruel y no tiene remordimientos
y sonríe ante situaciones que no entiende”.
Sonrío, por supuesto.
Y sigo tomando el té.
“Y en esos ocasos de abril que en cierto modo recuerdan
mi vida quemada y a París en primavera,
siento una inconmensurable paz y encuentro al mundo
maravilloso y joven, después de todo”.
En la voz insiste la desafinada nota
de un violín quebrado en un atardecer de agosto:
“Yo siempre estoy segura de que usted comprende
mis sentimientos, siempre segura de que usted siente,
segura de que a través del mar extiende su mano.
“Es usted invulnerable, no tiene talón de Aquiles,
seguirá adelante y cuando haya vencido
podrá decir: en este punto muchos fallaron.
Pero ¿qué tengo yo, qué tengo, amigo mío,
para darle; qué puede recibir de mí? 
Solo la amistad y la simpatía
de alguien que llega al final de su viaje.
Me quedaré sentada aquí, sirviendo el té a los amigos.”
Tomo mi sombrero: ¿cómo podré hacer una cobarde contraprestación
por lo que ella me ha dicho?
Me verán cualquier mañana en el parque
leyendo los chistes y la página deportiva.
Reparo especialmente
en una condesa inglesa que se dedicó a las tablas.
Un griego fue asesinado en un baile de polacos.
Otro estafador bancario ha confesado.
Mantengo mi presencia de ánimo.
Sigo en posesión de mí mismo.
Excepto cuando un organito mecánico y cansado
reitera alguna gastada canción popular
con olor a jacintos desde el otro lado del jardín,
evocando cosas que otros han deseado.
¿Son estas ideas correctas o falsas?


III

La noche de octubre cae, retornando como antes,
excepto por una remota sensación de malestar.
Subo la escalera y hago girar el picaporte.
Y siento como si hubiese subido de rodillas.
“De modo que se va al exterior; ¿y cuándo regresará? 
Pero es una pregunta vana:
usted apenas sabe cuándo volverá.
Y usted encontrará tanto que aprender.”
Mi sonrisa cae pesadamente entre las bagatelas.
“Tal vez usted me escriba.”
Mi aplomo arde en un segundo:
esto es como lo calculaba.
“Me pregunto con frecuencia desde hace un tiempo
(¡pero al principio no sabemos cómo terminarán las cosas!)
por qué no hemos llegado a ser amigos.”
Me siento como alguien que sonríe y al darse vuelta
súbitamente sorprende su expresión en un vidrio.
Mi aplomo se extingue; estamos de veras en penumbras.
“¡Porque todo el mundo decía eso, todos nuestros amigos,
estaban seguros que nuestros sentimientos se conectarían
tan estrechamente! Yo misma apenas puedo entenderlo.
Ahora debemos dejárselo a la suerte.
Usted podrá escribirme, en todo caso.
Tal vez no sea muy tarde.
Me quedaré sentada aquí, sirviendo el té a los amigos.”
Debo tomar prestada cualquier forma cambiante
para encontrar expresión... bailo, bailo
igual que un oso bailarín,
grito como un papagayo, parloteo como un simio.
Déjennos tomar aire en un trance de tabaco.
¡Bien! ¿Y si ella debiera morir una tarde de estas?
Tarde gris, humosa; anochecer amarillo y rosado.
¡Si debiera morir y me dejara pluma en mano!
con el humo que baja desde los altos tejados;
dudando un rato,
sin saber qué sentir o si comprendo,
si soy sabio o estúpido, lento o muy rápido...
¿No sería de ella la ventaja, después de todo?
Esta música triunfa con una “moribunda caída”,
ahora que hablamos de morir. 
¿Y tendría derecho a sonreír?

 
En Prufrock and Other Observations, 1917; Project Gutenberg, 1998; Bartleby.com s/f
Versión de J. Aulicino, 2003

Imagen: Retrato de T.S. Eliot en la portada de Selected Essays, Faber & Faber, Londres, 1999
 
(Fuente: Campo de maniobras)


 

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