lunes, 26 de septiembre de 2022

Cesare Pavese (Santo Stefano Belbo, Italia,1908-Turín, Italia, 1950),

 

Fumadores de papel

 



 
 
 
Me trajo a escuchar su banda. Se sienta en un rincón
y emboca el clarinete. Arranca un estruendo infernal.
Afuera, un viento furioso y los cachetazos,
entre los relámpagos, de la lluvia, hacen que la luz vacile
cada cinco minutos. En la oscuridad, las caras
se descomponen adentro, al tocar de memoria
un bailable. Enérgico, mi pobre amigo
conduce a todos desde el fondo. El clarinete se retuerce,
rompe el alboroto sonoro, demanda, se desfoga,
como un alma solitaria, en un seco silencio.

Estas pobres latas están demasiado a menudo abolladas:
campesinas las manos que aprietan las teclas,
y las frentes, duras, que apenas se levantan de la tierra.
Miserable sangre agotada, extenuada
por muchas fatigas, se la oye mugir
en las noches y el amigo la guía con esfuerzo mortal,
él, que tiene las manos endurecidas de tomar una maza,
de mover el cepillo de carpintero, de romperse el alma.

Tuvo en otro tiempo compañeros y no tiene más que treinta años.
Fue de aquellos de después de la guerra, crecidos en el hambre.
Fue también él a Turín, buscando una vida,
y encontró la injusticia. Aprendió a trabajar
en las fábricas sin una sonrisa. Aprendió a medir,
sobre su propia fatiga, el hambre de los otros,
y encontró en todas partes injusticias. Intentó calmarse
caminando, embotado, las avenidas interminables
en la noche, pero vio solamente un millar de faroles
resplandecientes sobre iniquidad: mujeres broncas, borrachos,
tambaleantes fantoches perdidos. Había llegado a Turín
un invierno, entre centelleos de fábricas y escorias de humo;
y sabía qué era el trabajo. Aceptaba el trabajo
como un duro destino del hombre. Pero si todos los hombres
lo aceptaran, en el mundo habría justicia.
Se hizo de compañeros. Soportaba las largas palabras
y debía escucharlas, esperando el final.
Tuvo compañeros. Cada uno en su casa tenía familia.
La ciudad estaba cercada por ellos. Y la cara del mundo,
ellos la cubrían. Sentían dentro de sí
la gran desesperación de vencer al mundo.

Toca seco esta noche, a pesar de la banda
que ha instruido uno a uno. No atiende al estruendo
de la lluvia ni a las luces. La cara severa
mira atenta un dolor, mordiendo el clarinete.
Le he visto esos ojos una noche en que, solos,
con el hermano, diez años más triste,
velábamos en una luz escasa. El hermano estudiaba
sobre un inútil torno construido por él.
Y mi pobre amigo acusaba al destino
que lo tenía clavado al cepillo y a la maza
para alimentar a dos viejos, sin pedirlo.

De repente gritó
que no era el destino si el mundo sufría,
si la luz del sol arrancaba blasfemias:
el hombre era culpable. Si por lo menos pudiéramos irnos,
libres con el hambre, responder no
a una vida que usa amor y piedad,
la familia, el pedacito de tierra, para atarnos las manos
.

[1932]


 En Trabajar cansa. Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, Griselda García Editora, Del Dock, Cartografías, Buenos Aires, 2018
Versión de Jorge Aulicino


Imagen: Cesare Pavese, foto de juventud en la portada de Inediti, Galata Edizioni, Génova
 
 

Fumatori di carta
 

Mi ha condotto a sentir la sua banda. Si siede in un angolo
e imbocca il clarino. Comincia un baccano d'inferno.
Fuori, un vento furioso e gli schiaffi, tra i lampi,
della pioggia fan si che la luce vien tolta,
ogni cinque minuti. Nel buio, le facce
danno dentro stravolte, a suonare a memoria
un ballabile. Energico, il povero amico
tiene tutti, dal fondo. E il clarino si torce,
rompe il chiasso sonoro, s'inoltra, si sfoga
come un'anima sola, in un secco silenzio.

Questi poveri ottoni son troppo sovente ammaccati:
contadine le mani che stringono i tasti,
e le fronti, caparbie, che guardano appena da terra.
Miserabile sangue fiaccato, estenuato
dalle troppe fatiche, si sente muggire
nelle note e l'amico li guida a fatica,
lui che ha mani indurite a picchiare una mazza,
a menare una pialla, a strapparsi la vita.

Li ebbe un tempo i compagni e non ha che trent' anni.
Fu di quelli di dopo la guerra, cresciuti alla fame.
Venne anch'egli a Torino, cercando una vita,
e trovò le ingiustizie.

Imparò a lavorare nelle fabbriche senza un sorriso.
Imparò a misurare  sulla propria fatica la fame degli altri,
e trovò dappertutto ingiustizie. Tentò darsi pace
camminando, assonnato, le vie interminabili
nella notte, ma vide soltanto a migliaia i lampioni
lucidissimi, su iniquità: donne rauche, ubriachi,
traballanti fantocci sperduti. Era giunto a Torino
un inverno, tra lampi di fabbriche e scorie di fumo;
e sapeva cos'era lavoro. Accettava il lavoro
come un duro destino dell'uomo. Ma tutti gli uomini
lo accettassero e al mondo ci fosse giustizia.
Ma si fece i compagni. Soffriva le lunghe parole
e dovette ascoltarne, aspettando la fine.
Se li fece i compagni. Ogni casa ne aveva famiglie.
La città ne era tutta accerchiata. E la faccia del mondo
ne era tutta coperta.. Sentivano in sé
tanta disperazione da vincere il mondo.

Suona secco stasera, malgrado la banda
che ha istruito a uno a uno. Non bada al frastuono
della pioggia e alla luce. La faccia severa
fissa attenta un dolore, mordendo il clarino.
Gli ho veduto questi occhi una sera, che soli,
col fratello, più triste di lui di dieci anni ,
vegliavamo a una luce mancante. Il fratello studiava
su un inutile tornio costrutto da lui.
E il mio povero amico accusava il destino
che li tiene inchiodati alla pialla e alla mazza
a nutrire due vecchi, non chiesti.

D'un tratto gridò
che non era il destino se il mondo soffriva,
se la luce del sole strappava bestemmie:
era l'uomo, colpevole. Almeno potercene andare
far la libera fame, rispondere no
a una vita che adopera amore e pietà,
la famiglia, il pezzetto di terra, a legarci le mani.

Poesie, Mondadori, 1969 


(Fuente:  Otra Iglesia Es Imposible)

 

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