martes, 31 de agosto de 2021

Juan Ramón Molina (Comayagüela, Honduras, 1875 — San Salvador, El Salvador, 1908)

 


 

 

Salutación a los poetas brasileros

 

Con una gran fanfarria de roncos olifantes,
con versos que imitasen un trote de elefantes
en una vasta selva de la India ecuatorial,
quisiera saludaros —hermanos en el duelo—
en las exploraciones por la tierra y el cielo,
en el martirologio de los circos del mal.

Mi Pegaso conoce los azules espacios.
Su cola es un cometa, sus ojos son topacios,
el rubio Apolo y Marte cabalgarían en él;
¡relinchará en los céspedes de vuestro bosque umbrío,
se abrevará en las aguas de vuestro sacro río,
y dormirá a la sombra de vuestro gran laurel!

Venir pude en la concha de Venus Citerea,
sobre el áspero lomo del león de Nemea,
en el ave de Júpiter o en un fiero dragón;
en la camella blanca de una reina de Oriente,
en el cuerpo ondulante de una alada serpiente,
a bordo de la lírica galera de Jasón.

O en la fornida espalda de un genio misterioso,
o envuelto en la vorágine de un viento proceloso,
o de una negra nube en el glacial capuz;
en la marea argentina de una luna de mayo,
asido del relámpago flamígero de un rayo,
o con los duendes gárrulos que juegan en la luz.

Mas en Pegaso vine desde remotos climas,
—señor, príncipe, rey o emperador de rimas—
sobre el confuso trueno del piélago febril.
¡Salve al coro de Afiones de estas tierras fragantes!
¡A todos los Orfeos del país de los diamantes!
¡A todos los que pulsan su lira en el Brasil!

Tal digo, hermanos míos en la prosapia ibérica.
Saludemos la gloria futura de la América,
que todas las espigas se junten en un haz.
Unamos nuestras liras y nuestros corazones,
que ha llegado el crepúsculo de las anunciaciones,
para que baje el ángel de la celeste paz!

Augurio de ese día se ve en el horizonte.
Hoy tres aves volaron desde un florido monte;
yo las miré perderse en el naciente albor;
un cóndor —que es el símbolo de la fuerza bravía—,
un búho —que es el símbolo de la sabiduría—
y una paloma cándida —símbolo del amor—.

Dijo el cóndor, gritando: la unión da la victoria,
el búho, en un silbido: el saber da la gloria,
la paloma, en su arrullo: el amor da la fe.
Yo —que escruto el enigma de nuestro gran destino—
ante el casual augurio del cielo matutino,
siguiendo los tres pájaros en éxtasis quedé.

Pero Pegaso aguarda. Sobre su fuerte lomo
gallardamente salto en un instante, como
el Cid sobre Babieca. Me voy hacia el azur.
¿Acaso os interesa mi suerte misteriosa?
¡Buscadme en mi magnífico palacio de la Osa,
o en mi torre de oro, junto a la Cruz del Sur!

 

Madre Melancolía

 A tus exangües pechos, Madre Melancolía,
ha de vivir pegado, con secreta amargura,
porque absorbí los éteres de la filosofía
y todos los venenos de la literatura.

 En vano —fatigada de sed el alma mía—
sueña con una Arcadia de sombra y de verdura,
y con ello el don sencillo de un odre de agua fría
y un racimo de dátiles y un pan sin lavadura.

 Todo el dolor antiguo y todo el dolor nuevo
mezclado sutilmente en mi espíritu llevo
con el extracto de una fatal sabiduría.

 Conozco ya las almas, las cosas y los seres,
he recorrido mucho las playas y los Citeres…
¡Soy tu hijo predilecto, Madre Melancolía!

 

Pesca de sirenas

Péscame una sirena, pescador sin fortuna,
que yaces pensativo del mar junto a la orilla.
Propicio es el momento porque la vieja luna
como un mágico espejo entre las olas brilla.

Han de venir hasta esta rivera una tras una,
mostrando a flor de agua su seno sin mancilla.
Y cantarán en coro, no lejos de la duna,
su canto, que a los pobres marinos maravilla.

Penetra al mar entonces y escoge la más bella,
con tu red envolviéndola. No escuches su querella
que es como el canto aleve de la mujer. El sol

la mirará mañana —entre mis brazos loca—
morir —bajo el martirio divino de mi boca—
moviendo entre mis piernas su cola tornasol.

 

Una muerta (fragmento)

Señor: Tú la llamaste
      y ella voló a tu lado,
dejándome en la tierra.
      ¿Mi espíritu has mirado?

No es jardín —florecido
      de azules ilusiones—
sino que inmunda cueva
      de arañas, escorpiones

y víboras. Un pozo
      de horror y de amargura,
donde está con cadenas
      la trágica locura.

La copa de mi vida,
      donde escanciaba mieles,
llena está hasta los bordes
      de ponzoñosas hieles,

álgidas como aquella
      bebida ignominiosa
que recoció tu lengua
      en la cruz afrentosa.

No bañaron mis lágrimas
      sus gélidos despojos,
porque cegó la angustia
      los cauces de mis ojos;

pero —como una vena
      por la cuchilla rota—
mi corazón sangraba
      sin tregua, gota a gota,

cual tu divina frente
      en el pavor del huerto,
sobre los restos fríos
      de todo un mundo muerto.

Mas aquel dolor hondo,
      siniestramente mudo,
estranguló mi cuello
      con serpentino nudo;

dejó en mi faz adusta
      su corrosiva huella;
amontonó una noche
      glacial sobre mi estrella;

azuzó mis pasiones
      más terribles e insanas
y pobló mi cabeza
      de prematuras canas.

Tú —que de todo miras
      el anverso y reverso—
que regulas la máquina
      que mueve el universo,

que sabes, omnisciente
      y enorme taumaturgo,
por qué el dragón se arrastra,
      por qué vuela el simurgo,

por qué el sonido ondula,
      por qué la chispa quema,
por qué el retoño nace,
      por qué fulge la gema,

por qué se hermanan
      siempre en un igual destino
la leche con el llanto
      y el agua con el vino,

dime: si fue en la tierra
      también tu preferida,
¿por qué la flor segaste
      de su apacible vida,

dejando que un enjambre
      de lívidos gusanos
hirviera en sus mejillas,
      sus senos y sus manos?



 

Nota introductoria y selección de Philippe Ollé-Laprune.


En 1906 varios poetas viajan juntos en barco para dirigirse a Río de Janeiro; trabajan como diplomáticos y se dirigen a un congreso. Rubén Darío, de Nicaragua, coincide con Juan Ramón Molina, de Honduras. Pese a la diferencia de edad (el primero nació en 1867 y el segundo en 1875), ya están unidos por una fuerte amistad que nace durante su primer encuentro en Guatemala, en 1890. Darío ha causado una fuerte impresión en el más joven y ha influenciado sus lecturas. Se lanza un desafío y cada uno debe escribir un poema destinado a ser leído en público a su llegada. Molina lee su “Saludo a los poetas brasileños” y Darío rompe el suyo y abraza con respeto a su “poeta gemelo”… La prosperidad, por desgracia, no ha tenido el mismo respeto por este poeta de Honduras.

Molina fue publicado solo después de su muerte, gracias a los esfuerzos de su amigo Froylán Turcios, y gozó del reconocimiento de ciertos grandes nombres como el del guatemalteco Miguel Ángel Asturias o el mexicano Enrique González Martínez, pero ha sido claramente un olvidado de la historia. Varios factores explican esto. Para empezar, es originario del país con menos exposición de su región y, aunque aún es considerado como poeta nacional, su presencia fuera de Honduras es muy débil. Además, está la inevitable comparación con Darío: el renombre mundial del nicaragüense relega al “hondureño maldito” al margen. Molina tiene también una leyenda negra: suicidado a los 33 años, devorado por el alcohol y la morfina. Vivió de su pluma, trabajó para varios periódicos y su obra literaria circuló confidencialmente. Poeta en lo esencial, también dejó una obra notable en el terreno del cuento.

Como autor modernista, vive la poesía de manera intensa y logra, incluso, decir frases que no se han querido oír a su alrededor: “La tristeza del libro, la melancolía de las enormes lecturas”. Para él existe profundamente “un dolor de pensar”. Vivir y pensar es sufrir. Hace de todo para atenuar estos sufrimientos, recurre al alcohol y a las drogas hasta poner fin a sus días en una cantina. Habrá conocido, para entonces, el exilio, la prisión y, sobre todo, el olvido durante su corta vida.

—Philippe Ollé-Laprune
Traducción de Camilo Rodríguez
 
 
 
(Fuente: Periódico de poesía. UNAM.mx)

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