viernes, 29 de diciembre de 2023

Mariano Rolando Andrade (Buenos Aires, 1973)

 

La Caída de Kabul

 

Mariano Rolando Andrade





                                                                             














                                                                                Al Gordo


Jugaron a ser Burton, Connolly y tantos otros enterrados
detrás de esa pared color tierra y las puertas de madera 
del cementerio británico que cuidaba Rahimullah,
el viejo que venció a los talibanes recostado en una lápida.

Travestidos, con barba y un trabajado andar cansino
vagaban  por el bazar enclavado en edificios en ruinas
mordiendo la kufiya para que no los ahogase el polvo
de las carretillas, los mutilados, las cabezas de cordero.

En cada esquina casi cruzaban soldados sin ánimo
sentados horas en unas sillas de plástico con la Kalashnikov,
o impotentes en los blindados, mientras en las mezquitas
la gente votaba y dejaba su indefenso dedo lleno de tinta.

Terminaban el día en L’Atmosphère o uno de esos lugares
que los afganos desconocían y donde los extranjeros 
volvían a sus vicios, las armas bajo llave en la entrada,
como si Kabul tuviera algún resplandor de Texas.

Al despertar, nuevamente sastres, tintoreros y carniceros
en sus artes l aire libre; las mujeres celestes o invisibles.
Y el cielo azul que se podía tocar, como las mañanas
en los jardines de otoño tardíamente florecidos.

Así había sido, contaban bebiendo sus vinos infames. Así.
Pero ahora la gente corría desesperada hacia el aeropuerto
y ellos miraban la televisión, traidores quizás, quizás 
hombres que tuvieron una juventud épica… traidores, sí.

Ahora, en la noche desfasad de París y Buenos Aires
recordaban a tipos  como Mustafá, Khalil y Rabani,
porque era posible verlos en la pista desquiciada
o encerrados en sus casas sin mañana a la vista.

Sobre todo a Hazis, el actor barrido por la guerra,
soldado en Kandahar, prófugo, exiliado en Peshawar,
que volvió a Kabul cuando cayeron los talibanes
y montó un teatro itinerante para hablar de democracia.

A Fuyadin, que los llevó una tarde justo antes de ramadán
a la mansión de su primo el comandante de Shakarbara
en la ruta a Mazar, y los muyahidines armados fumaban
en la llanura sembrada de carcasas de tanques soviéticos.

Kassem y otros habían salvado los archivos de Afghan Films
quemando bobinas y cintas sin valor en un pastizal 
ante la mirada aprobatoria de talibanes que ignoraban
el muro falso donde escondían los tesoros del cine afgano.

Pero eso fue antes. Ahora la gente luchaba para treparse
a un ala, una rueda, zambullirse en la bodega de un avión.
Kabul había caído sin balas y aquellos mismos hombres
de fajina y chancletas volvían a ser los señores del lugar.

La gente corría. Gente tal vez de los caseríos paupérrimos 
que colgaban de las colinas en los suburbios y que vieron
un día de sol encamino al impenetrable valle de Panshir,
cuando conocieron el mausoleo del comandante Masud.

Gente quizás del barrio pudiente de Qalla-e-Fatullah
que había trabajado con ellos y creído que el pasado
no podía repetirse y esas tierras olvidadas y deseadas
tenían derecho al ímpetu civilizador de los invasores.

Gente como Estefan, el periodista que los cuidó en la Herat
de las mil tumbas de santos, profetas y poetas.
Como Abdulá, el hazara que los llevó a la ciudad roja
en lo alto de la ruta prohibida que conduce a Bamiyán.

Porque jugaron a ser Burton, Connolly y tantos otros
por los lagos vírgenes  de la remota de la remota Band-e-Amir.
En noches en puestos de comida en la ruta a Bagram.
En Ka Taroshi, la calle más vieja y esquiva del bazar.

Jugaron o quizás no tanto. Tal vez en verdad creyeron,
y ahora en la noche desfasada de Paris y Buenos Aires
la caída de Kabul, esperada e inevitable, los obligó
a callar para drenar la confusa tristeza del traidor.

Porque no eran afganos y estaban a salvo lejos.
Porque esos rostros eran los mismos que sin pedir nada
los habían arrancado alguna vez de la suerte
de cavar su tumba ante una multitud en un país extraño.
 


Mariano Rolando Andrade (Buenos Aires, 1973). Escritor, poeta, traductor y periodista. Actualmente reside en París.
Ha publicado la novela Los viajes de Rimbaud (Editorial Vinciguerra, Buenos Aires,1996), la antología bilingüe Poesía Beat (Editorial Buenos Aires Poetry, 2017) y el poemario Canciones de los Mares del Sur (Editorial Buenos Aires Poetry, 2018). Acaba de editar y prologar Luisa Futoransky: Los años argentinos (Editorial Leviatán, Buenos Aires, 2019).
Fue seleccionado en la antología de poesía Buenos Aires no duerme (Eudeba, Buenos Aires, 1998) y ganó el Premio Juan Rulfo de Radio Francia Internacional (RFI) a mejor cuento en lengua francesa (2001). Su obra ha sido incluida en la antología Atlas de la Poesía Argentina (Editorial de la Universidad de La Plata, Argentina, 2018) y Poetas en el Cosmovitral (Ayuntamiento de Toluca, México, 2018).
Ha sido invitado a festivales de poesía y lecturas en Argentina, México, Perú y Marruecos. Colabora en revistas literarias de América Latina y sus poemas han sido publicados en Argentina, México, Colombia, Chile, Venezuela, España, Francia y Marruecos, y traducidos al francés, el italiano y el árabe.


(Fuente: Alpialdelapalabra)

 

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