martes, 22 de febrero de 2022

Juan José Rodinas (Ecuador, 1979)

 


La estantería donde mi hija pone sus juguetes podría desaparecer cualquier momento
(¿Por qué, lo que no es eterno, es con frecuencia una estrella de agua?)
 
Papá:
recoge los legos, las pelotas de colores y la muñequita con el brazo roto.
Ven y sube a esta nave imaginaria, que hoy nos mudamos del mundo.
¿No? Mejor no: este planeta pequeño es lo que único que hay
para los que no tendremos dinero para viajar a otras galaxias.
 
Papá:
los legos son para que hagas ingeniería del espíritu, arquitectura del sueño;
los legos son solamente legos y algo más y algo más, siempre;
los legos son para que tú aprendas a ser organizado y limpio.
 
Papá:
coloca la plastilina en su bote de plástico y ponla en la caja de juguetes;
luego, llévame sobre tus hombros para enseñarme la calle;
aproxímate, padre tan roto y tan vacío, a que recuerdes tu infancia.
 
(Entonces, leías las notas al pie de las estrellas: un comentario vegetal
en los hongos que crecían en los rincones de la casa que alquilaban tus abuelos).
 
(Entonces, hundías tu mano izquierda en el granizo amontonado).
 
(Entonces, tu corazón latía al ritmo de una bicicleta de colores azules). 
 
Papá: sé que nunca tomaste las mejores decisiones
(entiendo claramente que el azar es un elefante borracho).
 
Pero parece que la ruleta rusa nos dará un descanso brevísimo:
en los terrenos que hay entre el río San Pedro y los edificios de lujo,
tendremos una casa pequeña para que yo baile mientras como arándanos,
 
ciruelas, fresas, uvas verdes, frituras de color amarillo, queso fresco.
 
Sí, la utopía tuya es que nadie me lastime de una forma que no puedas reparar.
Pero no puedes cuidarme tanto. Me basta que no me lastimes tú,
 
que no lastimes a mi madre, que no lastimes a nadie que no se lo merezca
 
demasiado. Sé por qué temes: la realidad son dos trenes ingleses
que chocan a gran velocidad contra una niña que juega, que soñaré muchas veces 
 
arrojarse de un puente, y buscar países de agua imaginaria,
 
en la luz que persigue su propia destrucción. Sobre las flores
que un día me mostraste, que eran como pichones blancos, 
 
yo vaciaré mi corazón como el papel picado que se arroja
en las puertas de los centros comerciales:
yo me llevaré la inundación del río hacia mi mente;
yo me veré cantar, yo me veré habitar, yo me veré morir.
 
Papá: eres un hombre demasiado débil, un simio frágil,
quizás mueras antes de que mis palabras sean las hijas fuertes de mi vida, 
 
pero las lejanías donde el viento rompió las hojas de un cerezo,
siempre serán un lugarcito nuestro, con la cabeza de un gorrión chiquito
 
sostenida en la mano de mi llanto, la vida brotará desde las ramas.
Ilegibles, los árboles darán frutos como pelotas de plástico
 
y las piedras serán legos numerosamente infinitos. Papá,
el mundo es cruel, la casa es cruel: por eso, razonaría, pero también deliraré, 
 
pero trabajaré mi delirio, su luz introspectiva entre neuronas espirales.
Me enseñaste que la cebolla negra se puede comer pero con chorros de agua y cielo y leche y viento.
Me enseñaste que la cebolla negra es esa parte de la vida donde uno está solo.
 
Papá:
Tú viniste a cerrar tu boca, a coserla con un hilo invisible.
Tú viniste a tropezar con todos tus obstáculos. Tú viniste a caer.
También vine a caer. También a levantarme. También vine a curarme del mundo
Con el sol que ilustra las orejas de un gato en un día de agosto.
 
Yo soy tu lejanía -estoy escrita brillando, recuerdas-
en los dibujos que un niño –tú- hace de un viaje a la luna que no hará jamás
porque tendrá empleos aburridos hasta envejecer y cansarse. Y morir,
pero alegre de que yo haya venido a jugar contigo y a chupar helados de frambuesa.
 
Papá:
Recoge los legos y las pelotas de colores hoy que estamos juntos y alegres
y que sé todavía que cuando miras la luz sobre mis ojos
 
sé que te miras tú y ves tu nombre. Salgamos al patio que solo hay el presente,
lo que dura este pequeño fósforo en consumirse, apagarse; apagarse y caer.
 
 
 

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