viernes, 26 de marzo de 2021

Robin Myers (Nueva Tork, EEUU, 1987) Vive en México

 

 


Un poema sobre Dios

Enterraron sus cenizas al lado del padre que le pegaba.
Pasaba algo en toda la extensión de sus antebrazos

cuando tocaba el piano, su cuerpo se entregaba a un mensaje súbitamente descifrado.
Se entendía bien con sus tendones.

A lo mejor no debería estar escribiendo esto. Yo no rezo
y creo que ella tampoco.

Estoy leyendo sobre la viruela en la conquista de América.
Estoy pensando en las generaciones acribilladas en la tierra del jardín de mis padres.

No hay hipérbole como la historia
ni otro Dios que Dios, es decir, por ejemplo, los áfidos,

ésos que devoraron sus plantas de tomate,
tras llegar sin ser notados y sin invitación,

sembrando su rocío de miel como basura espacial.
No quiero ser simplista. Lo único que digo

es que creo en las plagas como creo en la música,
y que las de ella florecieron atrás de sus costillas y más lejos.

Y que creo en las plagas que nos precedieron
y nos dejaron, a algunos, con vida. ¿Y cuándo los insectos

no heredaron la tierra? Si me muero, decía hacia el final.
Antes de despertar, como se completaría el estribillo

de esa canción. No creo
que ella esté en ninguna parte salvo el puente del piano,

partes del cual había pegado cuidadosamente con cinta adhesiva:
ya sea para amortiguar un sonido o soltarlo

y luego hacerlo desaparecer como a ella le gustaba,
quién sabe, salvo el aire que una y otra vez lo recibía.

***

Vermont

A la sombra, la nieve es azul y rara
como si nunca le hubieran dedicado una canción,

y viene una tormenta, que enceniza la montaña;
la vemos acercarse.

La luz nos pasa a visitar un rato.
Hace un frío que te podría matar

si lo dejaras.
Los abetos se yerguen animales y espléndidos

entre los árboles desnudos.
Hay tantos organismos

que vuelven a brotar en primavera.
¿En dónde se refugian, cómo

hacen para confiar
en que van a sobrevivir?

En otras vidas,
soy mesera en Arizona,

tengo leucemia,
soy cruel con mis vecinos,

amo a una mujer,
nado largos todos los días.

En alguna otra vida, soy paciente,
nievo.

***

Poema de cumpleaños

El dolor vive en la atmósfera
como la electricidad. ¿Quién podría culparlo

por llegar primero? Algunos días,
en el metro, casi no puedo resistir

la tentación de rozar con los labios el cuello de cualquiera
que tenga enfrente: la frágil nuca de él, su lunar

tenebroso, los pelitos traslúcidos de ella. Tantas cosas
pueden pasarle al cuerpo. Ciática,

submarino, migrañas, balas
de goma, melanoma, manos cortadas puestas

con su par equivocado en bolsas de plástico y tiradas
a la parte de la autopista que en inglés llamamos “hombro”:

sé que la ligereza de la lista
es peligrosa, que el dolor que se inflige y el orgánico

no son lo mismo. Pero ambos son dolores.
Soy más religiosa de lo que pensaba,

o algo así. Espero mi turno. Le paso
las yemas de los dedos por la espalda a A. como

si ya estuviera lastimado; quiero saber
si tengo el bálsamo

que sé que esta vida va a reclamar. Hay huesos
que duelen para siempre, ojos borrados con ácido
nítrico, ingles que se desgarran en el parto,
una mujer que conocí en una clase de dactilografía de sexto grado

que murió tras subsistir a puro café negro
por más de lo que dura el ciclo vital de la cigarra periódica.

Mi fisioterapeuta me venda la rodilla con unos electrodos
que parecen prolijos nenúfares en miniatura. Me tiemblan los músculos.

Después usa una aguja, y se me escapa un grito
que nunca solté frente a nadie

que nunca hubiera estado dentro de mí. Perdón, dice en voz baja,
y sigue firme, Perdóname, lo siento.

¿Qué les pasa a las células humanas
que son miradas con amor? ¿Y a las que

miran? Una tarde
con A., en un cuarto en la costa, estábamos

en la cama con toda
nuestra piel casi quieta, una contra la otra,

casi resplandecientes, un par de horas antes de que el sol
se acordase de ardernos. Y nos miramos. Mira,

hinchazón por la gota. Mira, muñón de brazo. Mira, cicatriz de cesárea,
congelamiento, herida de arma blanca, y tú también, delicado esternón aún

intacto, miren la sangre invisible, sientan
su limpio golpeteo. Hoy cumplo treinta.

Éste es el regalo que le hago a mi cuerpo.
Éste es el regalo que le hago a mi cuerpo.

***

Poema para mí como madre soltera

O como alguien que se automedica,
o como cantora de canciones a dos
lenguas, o subsecretaria de caminatas antes
del amanecer, o de cualquier
otro organismo público. Son sólo
conjeturas. Sigo agendándome en la mano
todos mis compromisos, tiendo
siempre a cumplir.

Conozco un par
de cosas
a esta altura: los fideos con queso, el perro
boca abajo, cómo hacerme una trenza
por encima del hombro izquierdo, que tenemos derecho
a desilusionarnos les unes a les otres,
sólo la melodía
del himno honorífico de un país en donde
jamás voy a volver a vivir.

La hija que tenga me tendrá
que esperar,
como yo a ella.

Algunos días siento
su latido mientras va acumulándose
en mí, pruebo
mi cucharada de vino.

Siento cómo mi cuerpo
se tambalea,
cambia.

***

Alza la mano si alguna vez

Ahora que volví a ser niña de nuevo,
todo resulta más interesante.

Tú me resultas más interesante,
el alcohol me resulta más interesante;
mi temor de quedarme bajo el agua es, a un tiempo, más obvio y más interesante.

También los choques automovilísticos me llaman como nunca la atención,
al igual que los rostros de jóvenes mujeres que venden cigarrillos y gardenias,
al igual que mis propios y súbitos ataques de deseo,
los cuales me desangran en torpes direcciones
como dedos de plantas suculentas.

¿Te acuerdas del juego de “Quemados”?
¿Te acuerdas de los machucones?
¿Te acuerdas de la electricidad estática?

Cada rostro es, de nuevo, un parpadeo.
Un perro con correa termina por meterse en todas las preguntas adecuadas.

¿Qué es lo que quieres?
¿Qué es lo que tú quieres?

Quisiera, a veces, echar mano de mis propias manos y sacudirme,
y marcarme a mí misma con mis uñas.

Ahora me doy cuenta de que esto, también, es una especie de éxtasis,
una demanda generalizada:

dame algo útil.

Críame.

***

Otro intento por decir algo más sobre Jerusalén

Los vecinos lo enterraron de noche.
Los soldados miraban
desde la calle ahí abajo.
Los soldados sostenían las linternas.
Era hijo suyo.
Vos y yo, que nunca los tuvimos,
atravesamos los haces de luz
camino a casa.

***

Union Square Station

Después de tanto ardor– tanto tratar
de encontrar las palabras y de tocar la carne,
la tibieza de ambas, o tan sólo
una manera de lidiar con sus efectos–,
después de tanto espacio que nos queda
cuando lo buscamos, sin importar si lo encontramos
o no, pienso, parada en la estación desierta
de subte, mientras un chelista solitario
munido de su arco hace que los armónicos
graves retumben por la cueva,
que debe ser deseo esto también:
dirigirse no al músico
(y sin nada de fuego), sino al tren: Sé, lento,
sé lejano. Dejame que me quede
este zumbido visceral
en los pulmones. Obligame a esperar.
No vengas nunca.

 

 

Traducciones de Ezequiel ZaidenwergHernán Bravo Varela.

 

***

 

(Fuente: Zenda libros)

 

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