lunes, 29 de marzo de 2021

Elisa Díaz Castelo (México, 1986).

 

 

Agujero negro

 

Ahí estaba

el cadáver del perro

en el centro del jardín.

Nos esperó su muerte

las dos noches, brillando de sed

bajo la luz inútil de la luna.

Imagino la escena desde la ventana,

la lenta transformación del cuerpo

en materia, en hueso, en aire

venenoso. Mis ojos

sobre su lenta huida de sí mismo,

implosión de estrella diminuta,

agujero negro en el corazón

del pasto, a dos metros exactos

del ave del paraíso,

atada a su tallo y moribunda,

impedida para el vuelo, imposible

soltar amarras y convertirse

en ave carroñera y saciar su hambre.

 

Ahí, en el centro del jardín, empezó el mundo:

me mostró el perro su destiempo, su hundirse

en sí mismo y el acto a voz en cuello

de la muerte. Desde entonces

gira mi vida rigurosa, mis días en ciernes

espirales, en torno al sitio exacto

de su cuerpo. Y éste se traga mi pasado,

devora días y obras,

el jardín y su casa que hace años no existen,

las comidas de domingo,

el piano desdentado y la abuela

sentada al tocador con sus perfumes,

cada frasco, cada olor ennegrecido,

la vajilla suspendida, girando

ante la gravedad enorme de ese centro,

en el que se desliza sin luz toda mi vida

y las horas y días que se han ido

y los años que me faltan

para siempre.

 
 

 

Cuenta regresiva

 

Ya le falta al cuerpo poco trecho,

una numeración implícita de años, pocos,

y olvidamos de golpe cualquier cifra,

rompe su ímpetu el tenue infortunio,

nos echamos a perder y no volvemos

a lavarnos las manos.

Ya falta al fin muy poco, poco trecho.

Ya están las hierbas secándose en el aire,

los pájaros rompen su vuelo

y se comen sus alas.

 

 

 

Manual para sostener niños pequeños

 

para Aurelia

 

A mi amiga le da miedo cargarlos

y la entiendo: ese peso incierto entre las manos,

todo calvicie, boca y uñas diminutas.

Aparte están las tías que siempre dicen:

pero que no se le vaya la cabeza.

Luego, hay que pensar en tantas cosas,

dar soporte a la espalda, prevenir que lloren

y no olvidar la leche que hierve en la cocina.

 

No sé si estamos hechas para tanto ajetreo,

no nos damos a basto con nuestra poca vida

y casi siempre es suficiente el ruido

de la página en blanco, el guión

que en la pantalla pestañea su paciencia.

Nos basta el sonido que hacen las palabras

unas contra otras como cuentas de vidrio.

No reconocemos el llanto de los niños.

No podemos leer su partitura de corcheas.

 

Para ayudar a mi amiga a superar su fobia

le digo que piense, al acoplar su cuerpo,

en el doblez del brazo, firme y relajado,

de quien escribe inclinado a la mesa.


 

Aún así, tiene miedo mi amiga

de esos escuincles que se retuercen

y empeñan en caerse, que son todo

jabón que se escapa entre manos,

nombres resbalosos, cosas

que se rompen de un grito

contra el suelo.

 

Es conveniente

afianzarlos al pecho

para que nuestro latido parco los arrulle

y, si estamos de pie, hay que mecerlos

como quien, indeciso,

no sabe hacia dónde dar el primer paso.

 

Y las flores en carne viva de sus bocas

abiertas, imperiosas, es mejor no verlas.

 

Son movimiento hirsuto, retruécanos.

En sus encías de tiburón germinan

dos mudas de dientes, sus huesos

son maleables como plata fundida.

No hacen más que morirse

a cuentagotas, devorar los minutos

con su llanto asombrado.

Son todo comisuras, cromosomas,

y ya los lleva lejos el latido

limpio y ágil de su corazón,

diminuto reloj empedernido.

 

Pero habrá sin embargo

que cargarlos, sostener

esos sus cuerpos tibios

de pan recién horneado.

Y renegar de su ciega autonomía,

sus ganas de escaparnos desde ahora.

 

Son tan ligeros y sin embargo pesan.

Quizá es eso de cargar la vida ajena,

tener en brazos su cuerpo de ventaja,

sin otro remedio que desistir un poco

de uno mismo, ser de la estatua

la base, la columna,

ser de otra vida un personaje secundario,

una vigilia remota y no tener palabras

para nadie ni conocer

la forma del consuelo.

 

 

 

(Fuente: Yucatán cultura)

 

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