martes, 30 de marzo de 2021

Marina Casas (Buenos Aires, Argentina, 1986)

 

 


Un verano sola es un verano perdido.
 
 
¿Por qué los días de calor
deberían tener más sentido
que los de invierno?

¿Quién dijo
que reír con conocidos
en un bar es mejor que llorar
un viernes con una serie de Netflix?

¿Por qué la felicidad se mide
en la cantidad de cuerpos
que pudiste tocar?

Me encierro en el autismo
de mis fantasías
porque nada
de lo que espera afuera
alcanza
las expectativas
de mi irrefrenable
imaginación.



¿Y qué pasa si ahora me voy?
 
 
Después de tantos años
pensando que era tarde.
Siempre hay tiempo
para que sea más tarde.

Hablar mi lengua,
pisar mi tierra,
no me adueña de certezas.

Lo conocido
me derrumba.
Los conocidos
me retumban,
sus palabras
en mi cabeza.

¿Y qué pasa si ahora me voy?
Del espacio
sin voz,
el tiempo
sin amor,
un viaje
en un cajón.



Vuelvo otra vez a cero
 
 
a ser sin tener.
Vuelvo a la pregunta que hace eterno
mi presente continuo:
¿Cómo pertenecer
si siempre miro desde afuera?
Casi como esperando
a que me llegue la invitación
para poder entrar.
A veces acepto el juego
y siento alivio,
soy parte del sistema
hasta que de nuevo
sólo lo quiero destruir.

Todos los días la misma ropa,
la coreografía del cuerpo que coincide
con las agujas del reloj marcando las siete,
la hipocresía en los saludos,
pasar once meses deseando
el único en el que hay vacaciones.
Vuelvo otra vez a cero
porque sigo creyendo
en la riqueza de lo vacío.





Un poco de tierra
 
 
en el paso del living al balcón
es un reloj que delata
el tiempo que pasa.
Son casi invisibles los restos
en las esquinas del piso y del techo,
pero recuerdo al percibirlos
que el polvo se acumula aún
cuando mis flores no crecen.
La suciedad se me volvió cotidiana
y lo incómodo sería ahora
querer tanto a alguien
como para dejar que vea
la montaña de buzos arrugados
desbordando mis estantes
o todos mis vidrios
plagados de marcas
por no saber como limpiarlos.
Querer tanto como para ocultar
mi basura
y ordenar la casa una vez por semana.




Hikikomori
 
 
dicen que es un trastorno japonés
como si acá no supiéramos
encerrarnos para hacer
de la soledad un lugar seguro.

Wikipedia describe
que es un fenómeno social
con síntomas de ansiedad, fobia y timidez.
Pero yo no encuentro la palabra
que diagnostique lo que siento
cuando cualquier estímulo externo
se me inyecta como el dolor de una jeringa.

Suele afectar a hombres
pero acá son hombres
los que la mayoría de las veces
me dan miedo.
Dejo de tomar taxis,
dejo lo fallido de las citas,
dejo las amistades
para no hablar otra vez
de los fracasos.
La repetición de lo mismo
me robotiza aún más que encerrarme
con la televisión o la internet.





Los locos
 
 
ya no me dan miedo,
hablan por la calle
y me miran.
No es a mí a quien le hablan.

Cada vez
me parezco más a ellos.
Las palabras brotan
de mi boca
para acompañarme
con su eco.

Hablo sola, en verdad le hablo:
a quien fui a los siete,
sólo pensando en la muerte
a quien soy ahora,
un reloj que corre
como si el tiempo se fuera a acabar
a quien siempre quise ser,
alguien con las palabras afuera
más allá de mis labios
a quien fuiste cuando te conocí,
el que llenaba el espacio
con la seducción de sus historias
al que fuiste después,
cuando supe que amar te daba miedo.

A quien creo que sos ahora, en en sur.
A la distancia todavía recuerdo
y la soledad me pesa menos,
con tantas voces habitándome.



En la adultez enamorarse
 
 
se parece más
a una decisión
que a una mariposa

una pastilla
o el borde de una piel
para no enloquecer

la piel
que me haga borde
y sostenga
una espalda contra la mía
advertida
que si uno empuja de más
nos caemos dos.








de Los animales no saben contar, Rangún Editores, 2021
 
 
(Fuente: Emma Gunst)

 

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