La lluvia, en el patio donde la miro caer, desciende con estilos
muy diversos. En el centro hay una delgada cortina (o red) discontinua,
una caída implacable pero relativamente lenta de gotas probablemente
bastante livianas, una sempiterna precipitación sin vigor, una fracción
intensa de meteoro puro. A poca distancia de las paredes de derecha e
izquierda, caen haciendo más ruido gotas más pesadas, individuales. Aquí
parecen del tamaño de un grano de trigo, allá de una arveja, más allá
casi de una bola de billar. En los filetes, en los antepechos de la
ventana, la lluvia corre horizontalmente mientras que sobre la faz
inferior de los mismos obstáculos cuelga como caramelos convexos. A lo
largo de la superficie entera de un breve techo de cinc que la mirada
domina, corre como un mantel muy delgado, de muaré, debido a las
corrientes muy variadas por las imperceptibles ondulaciones y
protuberancias de la cubierta. Del canalón contiguo, por el que corre
con la contención de un arroyo profundo sin mucha pendiente, cae poco a
poco en un hilillo perfectamente vertical, trenzado de manera bastante
burda, hasta el suelo donde se rompe y rebota bajo el aspecto de
agujetas brillantes.
Cada una de sus formas tiene un estilo particular, al que
corresponde un raído particular. El todo vive con intensidad como un
mecanismo complicado, tan preciso como azaroso, como el de un reloj cuyo
resorte fuese el peso de una determinada masa de vapor en
precipitación.
El repiquetear en el suelo de los hilillos verticales, el gluglú de
los canalones, los minúsculos tañidos de gong se multiplican y retumban
a la vez, en un concierto sin monotonía, aunque no sin delicadeza.
Cuando el resorte se ha distendido, algunas ruedas siguen
funcionando durante cierto tiempo, cada vez más despacio, y luego toda
la maquinaria se detiene. Entonces, si reaparece el sol, todo se borra
en seguida; el brillante aparejo se evapora: ha llovido.
Versión de Raúl Gustavo Aguirre
(Fuente: Asamblea de palabras)
No hay comentarios:
Publicar un comentario