sábado, 18 de agosto de 2018

Miyó Vestrini (Francia, 1938 - Venezuela 1991)


Zanahoria rallada

El primer suicidio es único.
Siempre te preguntan si fue un accidente
o un firme propósito de morir.
Te pasan un tubo por la nariz,
con fuerza,
para que duela
y aprendas a no perturbar al prójimo.
Cuando comienzas a explicar que
la-muerte-en-realidad-te-parecía-la-única-salida
o que lo haces
para-joder-a-tu-marido-y-a-tu-familia,
ya te han dado la espalda
y están mirando el tubo transparente
por el que desfila tu última cena.
Apuestan si son fideos o arroz chino.
El médico de guardia se muestra intransigente:
es zanahoria rallada.
Asco, dice la enfermera bembona.
Me despacharon furiosos,
porque ninguno ganó la apuesta.
El suero bajó aprisa
y en diez minutos
ya estaba de vuelta a casa.
No hubo espacio donde llorar,
ni tiempo para sentir frío y temor.
La gente no se ocupa de la muerte por exceso de amor.
Cosas de niños,
dicen,
como si los niños se suicidaran a diario.
Busqué a Hammett en la página precisa:
nunca diré una palabra sobre tu vida
en ningún libro,
si puedo evitarlo.


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La mitad de lo que le ocurra
a mi hijo
será culpa mía.
Qué bien.
Lo digo así,
recubierta de collares y lunares,
veinticuatro horas después de enviarte a París,
y supieras lo que es estar lejos de casa.
Llega hasta a mí
tu rostro de adolescente despeñado,
levantado hacia un profesor ansioso de enderezar
a este pequeño viejo rico.
Hay que ser fuerte,
te dicen:
solo si lo eres tendrás derecho a cumplir
dieciocho años
y oler la cocaína que quieras.
Y vomitarte sobre la vajilla de tu madre
en la cena ofrecida
para celebrar tu regreso.
Por ahora,
te sacude el frío en el dormitorio de los grandes
y aprietas la medalla que te regaló tu novia
en el aeropuerto.
No he terminado contigo, decía la tarjetica,
prefiero que lo hagan otros.
Y firmaba:
mami te quiere.
Te sacaron de la galería de espejos
para que no rompieras el diseño de la arquitectura holandesa.
Aun antes de tu llegada
ella sufría de baby blues
porque,
¡ay!, gemía,
no estoy preparada para ser madre.
Ahora eres tú
quien no está preparado para ser hijo.
Odias lo que está bien,
odias lo que está mal.
Estás perdido entre Le Père-Lachaise
y la rue Delambre.
No hay suficientes recuerdos como tú quisieras.
Ya juegas con la inmortalidad:
pobre rata,
qué poco vales en la apuesta,
te gritan los transeúntes a la caída del sol.
Miras el papel higiénico
impregnado de tu caca de niño triste.
De niño malo
enviado a París con un recuadro en el cuello:
menor viajando solo.



(Fuente:  El Malpensante)

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