miércoles, 8 de agosto de 2018

Kim Ki-taek (Corea, 1957)


TOCINO DE CERDO


Voy de camino a casa después de unas copas.
Ha pasado más de una hora
y el olor de la carne no se borra de mi cuerpo.
Cada uno de mis poros, arrugas y huellas dactilares están llenos
de sangre asada al fuego, carne hecha humo.
Ha desaparecido el sabroso aroma
de cuando la devoré con hambre
y sólo queda el hediondo olor previo a la matanza
que tapa los saciados orificios de mi nariz como si fuera algodón.
Me bajo del metro
llevando el olor de la carne como si fuera el aura de un santo.
Dentro del vagón, en el lugar donde estuve de pie,
el molde de olor a carne que ocupa mi figura vacía
todavía está sujeto al asidero
y mira por la ventanilla cómo salgo por las escaleras.
Al llegar a la superficie
un viento refrescante vuela de un soplo el olor.
Mientras aspiro profundamente el aire fresco,
el olor que se había levantado como una bandada de moscas
se adhiere enseguida a mi cuerpo con sus patas pringosas.
No sueltan las manos que las asaron al fuego
ni los dientes que las trituraron.
El hedor que todavía tiene gritos y aullidos
penetra porfiadamente
en mi cuerpo donde está enterrado su cadáver.







MATANDO UN GATO


Una cosa negra como la sombra y de pasos silenciosos
se lanzó de pronto a la carretera.
Rápidamente tiré del automóvil,
pero la velocidad impelió con fuerza los frenos.
El coche no se sacudió más que si hubiera pisado una pequeña piedra,
pero sí me pareció que algo suave penetraba en las llantas.
Miré enseguida por el espejo retrovisor y en medio de la ruta
vi caída una especie de bufanda de piel.
Era un pequeño gato que no debía saber que lo que devora a los animales
salvajes,
desde hace mucho tiempo, no son los dientes ni las garras de tigres y leones
sino los neumáticos suaves como encías.
El mecanismo de amortiguación de las llantas del confortable automóvil
se había tragado la mullida aplastadura sin que se notara.
La sensación de carne tierna como de churrasco de una famosa parrilla
que se derrite en la boca sin masticar
se me subió momentáneamente al cuerpo a través de las llantas.
Atravesando la muerte blandamente reventada
esa sensación lengüeteó cada rincón de mi cuerpo
y se regodeó largo rato con la flexibilidad de la carne.
Relamiéndose de los restos de sangre en el dibujo de la goma,
las llantas rodaron más veloces como si quisieran saciar del todo su hambre.







EL CHICLE


Un chicle que alguien ha masticado y tirado.
Conserva claramente las huellas de los dientes.
Masa pequeña y redonda
que lleva arrugadas en los pliegues de su pequeño cuerpo
huellas de dientes, grabadas
unas sobre otras y otras sin fin,
sin tirar ni borrar ninguna.
Dentro de esas innumerables huellas,
ahora vive en silencio sus horas de fósil.
Aunque ha sido machacado una y otra vez
con la fuerza que desgarra la carne y destroza la fruta,
no ha terminado de machacarse
y menos todavía se ha desgarrado ni destrozado.
Su tacto suave como la piel,
su textura elástica como la carne,
y su blanda flexibilidad de brazos y piernas que se resisten bajo los dientes
despiertan los lejanos recuerdos de carnicerías olvidadas.
El chicle ha jugado con esa sangre, esa carne y ese hedor.
Ha soportado en su cuerpo
todo el instinto asesino y la hostilidad inscriptos en los dientes desde el inicio
del mundo.
Después de que trituraron, molieron y aplastaron todo lo que quisieron,
los dientes se agotaron primero
y dejaron irse al chicle a pesar suyo.







PESCADO ASADO


A pesar de estar duro por haber perdido toda su humedad,
a pesar de estar asándose al fuego,
el pescado tiene los ojos bien abiertos.
Me mira a mí que lo estoy asando
con ojos abrasándose crepitantes.
Ojos sin párpados.
Han sido eliminados
para que nunca pueda cerrar los ojos.
Si tiene sueño,
se torna momentáneamente ciego
y se queda dormido sin párpados.
Cuando duerme,
el vasto mar
se torna entero en párpados azules
y cubren
los redondos bultos de la vista,
bolas que sólo ven los sueños como los ciegos.
A pesar de que no tiene necesidad de ver,
a pesar de que ya no ve nada,
todavía tiene los ojos abiertos.
Mira el fuego que lo quema,
con ojos cociéndose llameantes.



(Fuente:  Jámpster)

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