EL ENVÍO
Una delgada columna de sangre desciende desde una
bolsa de polietileno hasta la vena mayor de mi mano. ¿Qué otro corazón la
impulsaba antes, qué otro corazón más vigoroso y espléndido que el mío, lento y
trémulo? Esta sangre que me reconforta es anónima. Puede ser de cualquiera. Yo
voy (o iba) para misántropo y no quiero una deuda sospechada en todos los
hombres. ¿Cuál es el nombre de mi dador? A ese solo y preciso hombre le debo
agradecimiento. Sin embargo, la sangre que está entrando en mi cuerpo me
corrige. Habla, sin retórica, de una fraternidad más vasta. Dice que viene de
parte de todos, que la reciba como un envío de la especie.
POEMA TRÁGICO CON DUDOSOS LOGROS CÓMICOS
Mi familia no tiene médico
ni sacerdote ni visitas
y todos se tienden en la playa
saludables bajo el sol del verano.
Algunas yerbas nos curan los males del estómago
y la religión sólo entra con las campanas alborotando
los canarios.
Aquí todos se han muerto con una modestia conmovedora,
mi padre, por ejemplo, el lamentable Prometeo
silenciosamente picado por el cáncer más bravo que las
águilas.
Ahora nosotros
ninguno
doctor o notable
en el corazón de modestas tribus,
la tribu de los relojeros
la más triste de los empleados
públicos
la de los taxistas
la de los dueños de fonda
de vez en cuando nos ponemos trágicos y nos
preguntamos por la muerte.
Pero hoy estamos aquí saludables escuchando el
murmullo
de la mar que es
el morir.
Y este murmullo nos reconcilia con el otro murmullo
del río
por cuya ribera anduvimos matando sapos sin
misericordia,
reventándolos con un palo sobre las piedras del río
tan metafórico
que da risa.
Y nadie había en la ribera contemplando nuestras vidas
hace años
sino solamente nosotros
los que ahora descansamos colorados bajo el verano
como esperando el vuelo del garrote
sobre nuestra barriga
sobre nuestra cabeza
nada notable
nada notable.
LOS VERSOS QUE TARJO
Las palabras no nos reflejan como los espejos, así
exactamente,
pero quisiera.
Escribo con una pregunta obsesiva en las orejas:
¿Es ésta la palabra exacta o es el amague de otra
que viene
no más bella sino más especular?
Por esta inseguridad
tarjo,
toda la noche tarjo, y en el espejo que aún porfío
sólo queda una figura borrosa, mutilada, malograda.
Es como si cumpliera la amenaza de la madre
sibilina
al niño que estaba descubriéndose, curioso,
en su imagen:
“Tanto te miras en el espejo
que algún día terminarás por no verte”.
Los versos que irreprimiblemente tarjo
se llevarán siempre mi poema.
LA MANTIS RELIGIOSA
Mi mirada cansada retrocedió desde el bosque azulado
por el sol
hasta la mantis religiosa que permanecía inmóvil a 50
cm. de mis ojos.
Yo estaba tendido sobre las piedras calientes de la
orilla del Chanchamayo
y ella seguía allí, inclinada, las manos contritas,
confiando excesivamente en su imitación de ramita o
palito seco.
Quise atraparla, demostrarle que un ojo siempre nos
descubre,
pero se desintegró entre mis dedos como una fina y
quebradiza cáscara.
Una enciclopedia casual me explica ahora que yo había
destruido
a un macho
vacío.
La enciclopedia refiere sin asombro que la historia
fue así:
el macho, en su pequeña piedra, cantando y meneándose,
llamando
hembra
y la hembra ya estaba aparecida a su lado,
acaso demasiado presta
y dispuesta.
Duradero es el coito de las mantis.
En el beso
ella desliza una larga lengua tubular hasta el
estómago de él
y por la lengua le gotea una saliva cáustica, un
ácido,
que va licuándole los órganos
y el tejido del más distante vericueto interno,
mientras le hace gozo,
y mientras le hace gozo la lengua lo absorbe,
repasando
la extrema gota de sustancia del pie o del seso, y el
macho
se continúa así de la suprema esquizofrenia de la
cópula
a la muerte.
Y ya viéndolo cáscara, ella vuela, su lengua otra vez
lengüita.
Las enciclopedias no conjeturan. Ésta tampoco supone
qué última palabra
queda fijada para siempre en la boca abierta y muerta
del macho.
Nosotros no debemos negar la posibilidad de una
palabra
de agradecimiento.
EL PAN
Perdonen que lo diga sin pudor,
pero mi madre y yo vivíamos en un pueblo
de hambrunas.
Las carencias
nos llevaban a todos a una especie de inocencia,
a un vivir
en el centro puro de nosotros mismos.
Así es cuando ya no queda nada, salvo
la postura orgullosa de mi madre
que dormía como
saciada.
Cada cierto tiempo pasaban profetas
que repetían monsergas en nombre de un dios
prometedor, pero
cruel.
Ninguno trajo lluvia sobre los campos yermos
ni hizo el milagro de una simple
lechuga.
Una tarde se asomó a nuestra puerta
un extranjero de mirada llameante, otro agorero,
pero no supimos quién ardía en él, si su dios
o su demonio.
Dijo llamarse Elías y tenía gran hambre como nosotros.
Se quedó mirando a mi madre
que en la artesa mezclaba un puñado de harina Santa
Rosa
con una cucharada de manteca sin
nombre.
Estoy haciendo un pan para mi hijo y yo. Lo comeremos
y después, con la dignidad de los pobres satisfechos,
nos moriremos de hambre, dijo mi madre
en Reyes 17:12.
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