lunes, 1 de diciembre de 2025

Marco Martos (Piura, Perú, 1942)

 

 

 

 

RETABLO

 

En un tiempo viví en Ayacucho,
rincón de muertos que lo llaman.
Salí de allí, por azar, en 1970,
diez años antes del comienzo
de la hecatombe.
 
Vi la miseria con mis propios ojos
en el Parque Sucre, San Juan Bautista.
Acuchimay, en el mercado,
y penetrando por las rendijas
a las mismas casas de los ricos,
mendigando. 
 
Algunos
de mis conocidos de esos años
están muertos o en prisión
o andan por el mundo
como kamikazes locos
matando y dejándose matar
por los soldados.
 
No hablo de los jefes. De ellos no hablo.
Conocí a un niño que murió
en la isla El Frontón en 1986, siendo hombre,
con trescientos de los suyos, asesinado.
 
Tuve un amigo periodista
que fue a Ayacucho en 1983
en misión de servicio y junto
con siete compañeros,
en Uchuracay, murió asesinado.
 
Pero los hombres de la costa cuando mueren
tienen un nombre, una lápida,
recuerdos, flores; los campesinos
cuando mueren son números asesinados.
 
Pienso también en los soldados
que los llevan desde tan lejos
(Saposoa, Iquitos, Tumbes)
hasta Ayacucho a morir baleando.
 
No me hables de la música de Huamanga,
ni de la tersa piel de sus mujeres,
ni del cielo lapislázuli.
 
Ayacucho es la sombra de la muerte,
una escalera interminable de cadáveres,
la muerte misma trepando hasta mi corazón
que vive todo el tiempo agonizando.
 
 
 

FIN DE LA NOCHE 

 

Es un ramalazo de la muerte
ese ojo zarco que está ahí
quieto como si mirara.
Desde tan lejos sólo se escucha
una música rancia,
el destello de un cuchillo
herrumbrado que parpadea,
un plomo que se disuelve
mientras el sol sube rápido
cortado en tajos
la neblina de la mañana.
 
 
 

YUYO

 

Ulula el viento sobre el mar gangoso
y las olas color tierra traen peces muertos
a la playa; vuela, lamento, sobre los bichos
sin escamas, anguilas, cangrejos, peces globo
horribles en su quietud y tollos pequeños
de rictus blanco. El agua desparrama
yuyos verde y oro, granates en el sol
de la mañana. Aquí estuviste
en el mediodía radiante, gozosa
callejeando tus ojos en el agua
de cristal de mar azul y peces vivos.
He leído que los antiguos poetas
escuchaban el silencio de los pájaros
cuando el amor moría y he sabido
también que ese era un ardid,
angustiosa mentira del azogue corazón
deambulando en la penumbra.
Así era en otro tiempo, así en uno
y en otro caso, los poetas se engañaban.
Hoy ulula la lúgubre gaviota y el viento
rancio de marzo que silba y trae
tu nombre al muelle, súbito
me sumerge en la sima más sombría
de la tierra. Tú miras el mar
profundamente desde tu torre abrileña,
serena repasas y haces el conteo de los muertos.
Mi corazón, ¿miras mi corazón?
Tu sola conoces su verdad tristísima
de pez varado en la playa.
 
 
(Fuente: Henderson Espinosa) 

 

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