martes, 23 de agosto de 2022

Carlos Mastronardi (Gualeguay, Entre Ríos, Argentina, 1901-Buenos Aires, 1976),

 

Las huellas del futuro

 

 



                                               A L. Riedel Ratisbona

Ya entraba por los huertos el contorno de la sombra
y el cielo, hecho de heridas admirables,
sufría unas bandadas quejosas, espectrales.
En el azul mortal, alto y clamante,
Nada más que su triste poderío.
Sin alma esa quietud. Sólo alentaba
en el borroso pueblo la brisa que salía
de los yuyales próximos,
y la queja selvática, inhumana.
La soledad, y encima
la rosa declinante del Oeste.
Personas oscuras y sin voces
venían entonces,
como sueños fugaces, ya gastadas
por la invasora y lenta miseria del ocaso,
vueltas hacia su pálido destino,
hacia ninguno.
El manso anochecer las apagaba
y en aquellos momentos no existían;
fuera del mundo iban sus pies de niebla,
y así caían sin término,
desde el vago futuro despojadas.
El largo anochecer era su dueño,
su taciturno rey y su ¡quién sabe!
Los gestos invariables y parejos
-más vivaces y firmes que las almas-,
bajo el imperio de los negros campos
que entraban con el vaho de la hora fría.

El árbol junto al árbol,
una clara tristeza
en la honda lejanía y en los inciertos hombres,
y el rocío brotando sobre la piedra.
Entonces, una música que empezaba en la plaza
volvía a crear el pueblo y daba todos
los pechos igual rumbo:
allí estaba el espejo inevitable.
Los callejones muertos, la suprema
piedad de las estrellas, el anónimo miedo
con su extrema belleza, y por momentos
la fina llamarada del frío.
 
 
 

En "Conocimiento de la noche", 1956, Poemas, selección de Jorge Calvetti, Editorial Universitaria de Buenos Aires, 1966
Envío de Pablo Caramelo


Imagen: Facsímil de una nota de El Metrpolitano, Santiago de Chile, 2001 Biblioteca Nacional de Chile
 
 
(Fuente: Otra Iglesia Es Imposible)

 

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