miércoles, 24 de agosto de 2022

Gerardo Deniz (Madrid, 1934 - México, 2014)

 

Dones de Asia

 

Cuando ocurre eso, los rebaños se levantan de pronto bajo la luz
      culpable de la madrugada, interrogan con resoplidos a la luna
      leopardiana;
despiertan nómadas —escamas sedosas de lenguaje aglutinante,
palabras largas como la estepa,
vocales igualadas como la estepa,
desazón hasta la hora de partir
                                                        —también así aquel día
en que al abrir la señorita de improviso su balcón
no estuvo la hiedra en el muro de enfrente y ni siquiera la jaula del
      cenzontle; no entró aire fresco: muy al contrario,
porque era selva de siete siglos atrás y los mosquitos aplacaron la
      luz al invadir los prismas y el tul;
cerca berreaban los elefantes junto al Gran Lago;
entre los pedales del piano y las patas de garra porfirianas
      descendieron al estuario de la plática resabios de Jayavarman
      VIII
y cada vez que caía fuera una colilla encendida
mudaba un poco el pasado, hasta que hubo que cerrar, por temor a
      fluxiones.
Pero es un recuerdo que conforta.

*

 

Escalada

En grandes salas sucias, muy arriba,
y el aire seco llevando las hojas del Kangyur deshecho.
No hay quien sacuda campanillas, nadie toca las largas trompetas
anunciando vísperas rituales desde la azotea desapacible.
Y qué pensar de ese ruido ingrato en las cocinas.
Levantamiento de siervos, dirán.
                                                          Pero las bandas vociferantes
por escaleras vertiginosas a la intemperie, hasta las agallas de los santuarios
—y cornisas recortadas ante el inmenso del cielo empobrecido, miles de
      metros de altura.
Sigue contando semillas si puedes,
absorto en navegaciones onerosas hacia improbables deltas de hembras
      jóvenes
—no digamos el deleite a descubrir en verdades evidentes por sí mismas
      algún vicio de método:
esas complacencias serán sometidas al molino cafetero de la dialéctica.
Ya el altavoz lo pregona abajo.
                                                      En el palacio
solo se hallaron cochambre de tres siglos, figuraciones obscenas, tesoros que
      se dedicarán a la producción de
sosa cáustica.
                          Te detienes, oh chamán impopular,
agregas otra piedra al montón antes de pasar el collado. Y sacudes la nieve
      de tus botas de cuero de yac.

*

 

Rana

Ludión a gusto entre el cieno rico
en materia orgánica: ciertas urgencias al principio parecen demasiado,
como la luna cuando asoma por las chimeneas.
Croando a la gota del estaño,
mientras los excursionistas tiran piedras al lugar de la voz,
pon a escuchar tus membranas, mujer de Hämyts:
Mucho vale, porque si el consorte se fincha hasta ponerse imperial,
dirás cosas y cosas, pero nunca
“Olvidé llevar a componer mi reloj”. —Tú sí que conoces a fondo,
      hechicera,
el corazón del hombre; por eso ante tu macizo de hojas peltadas los
      archiduques bufándose airados,
envidia de los adolescentes, alcahuetas, látigos abriendo un desfiladero
      de estrías moradas para esclavos nubienses
portadores de misivas o platos colmados de moscas, premura todos
      irremediables jamás nadie
tal pasión sí nadie virilidad sí tan descomunal sí quiero sí espérote seis
      y veinte orillas segundo estanque.

A las ocho ya se puede tapar con un dedo;
seguirán cantando ranas allá lejos y es grato mirar afuera, la ciudad
      encendida.
Hasta los máximos flanes de hormigón y mamut
son canopes cubiertos de estrellas.

 

 

(Fuente: Periódico de poesía.unam.mx)

 

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