EN LA GUAJIRA
Riohacha se yergue al pie de los espolones
De un mar que lame como un perro
Los pies blancos y pequeños de la playa.
Fue allí, frente a un barco desfondado
De tablones roídos por los colmillos del tiempo,
Frente a una nave desgalichada y sin dignidad
Que llevaba el nombre altanero de La Dama del Mar,
Donde abrí la puerta de arena
Que se extiende,
Que se extiende,
Que intercambia paisajes con el viento.
El mar seguía arrojando maderas a la playa,
Tufaradas de salitre, destellos de nácar,
Palabras como arpones llegadas de contrabando
Y la puerta abierta esparcía su fogaje.
Al desierto le gustan los acertijos,
Le gusta timar a los viajeros.
Son los suyos paisajes movedizos:
La montaña que cruzamos ayer
Al regreso decidió mudarse con su música a otra parte.
A la entrada de una ranchería vi pasar un paisaje
Que iba del Cerrejón al Cabo de la Vela. Llevaba
Chivos barbudos como rabinos,
Sombrilla de trupillos,
Dunas,
Totumas,
Gavilanes,
Un cementerio,
Mujeres wayúu cuyas mantas parecen
Veleros de color extraviados en la arena.
Abuela dijo que las mujeres guajiras
Son señales del viento en la ilusión del desierto
Y es una verdad que se vino enredada en mi mochila,
O si no, ¿ por qué sopla en el erial de mi memoria
Una manta que invita a navegar el silencio,
A volver tras un barco encallado en el aire?
Dos o tres noches después, tras el ensalmo,
Encontré que el paisaje se había instalado
A sus anchas frente al patio del mar,
Cerca a la empalizada de Dionisia. ¿Y la luna?
La luna de Riohacha es como una patena
En el altar de su cielo. Es de sal la de Manaure,
De harina de yuca la de Macuira
Y hay quien dice que la luna de Nazaret
Es la gran lápida común para sus muertos.
Península de la Guajira, garganta seca, reloj de arena,
Te cambio tres vacas, dos mulas, veinte chivas,
Jalea real, un bote con motor, 30 cajas de guisky
Por un rincón de ranchería y la mirada de Dionisia.
Guajira, garganta seca, reloj de arena,
No dejes de pasar por mí de vez en cuando.
UN PAISAJE ESCONDIDO
(LA FLORESTA, MEDELLÍN, 1953)
Aún no sabíamos que nuestra extrañeza
Venía de que todo niño es extranjero.
Alguien que vive en una eterna periferia.
Ahora, recordar aquel barrio
Es como encender en la alcoba el interruptor:
La quebrada vuelve a bajar tormentosa
Y a dejar sobre los barrancos
Unos peces palpitantes que pueblan de ojos las orillas.
Alguien del vecindario
Alquilaba la luna
Como un balón suspendido sobre los patios del verano.
Los muchachos mayores
Permanecían en corrillo en las esquinas
Contando sus proezas
O sonando una batería de canecas oxidadas
Con baquetas de sauces y escobillas de ramas.
El olor de las pomas
Se fugaba de las formas
Y entraba sin permiso en las ventanas.
Que aún llegaran, de tanto en tanto,
Los penumbrosos ladrones de ganado
Y las charcas croaran sin el estímulo de nadie
Era un oráculo que anunciaba la llegada
De las hormigas aladas y las lluvias.
El relincho súbito de un caballo
Recorría la calle y los cascos del percherón
Anunciaban el carromato de la leche,
Sus frascos que llenaban de un blanco de nube en la mañana.
En el granero, entre latas de sardinas
Y un cardumen de esferas de alcanfor,
Los viejos partían manoseadas de barajas
Y hablaban de sus pueblos
Como se habla de un perdido talismán
Aunque fuera azul y expresionista,
No voy a hablarles del cielo, ese lugar común,
Una lagartija se desliza en medio de mis palabras.
VALLE DE ABURRÁ, PLANO NOCTURNO
La tarde se escapa
Adherida al olor de las muchachas
Que en los portales ven crecer la noche,
Colmena de sus sueños.
En los barrios,
Viejos hombres recuerdan la aldea
Cuyo mapa tenía la forma ósea de un pescado:
Una larga calle como una espina dorsal
Y pequeñas callejuelas saliendo hacia los montes.
El río, plateado alfanje,
Cortaba el olor de los pomares.
De dónde, se preguntan, ha brotado la ciudad
Cuya belleza se esconde al mal viajero
Como una mujer envuelta en piel de asno.
Yo acudía a su llamado.
Entre heridos y canciones, yo acudía a su llamado.
Y veía al descender de la montaña,
Cómo desaparecía entre los arboles de la ciudad,
Estrella fugaz que hendía el azul
Como un cuchillo.
CRÓNICA DE QUIBDÓ TRAS LA LLUVIA
En la tarde,
Cuando el río Atrato
Semeja una plateada cimitarra,
La catedral de Quibdó
Se puebla de golondrinas.
Las muchachas negras
Abren sus paraguas
Como una floración nocturna.
Por el sonoro malecón
Y una mujer
Canta tras una empalizada
Una canción de adioses
Junto a una cuna vacía.
Ha pasado la lluvia
Pero algunas gotas persisten en caer
Sobre las lonas del embarcadero,
En los talleres de mecánica,
En la plaza de mercado.
Cuando caen las goteras
Sobre las canecas oxidadas
Y los techos de lata,
Se produce un ritmo sincopado,
Timbalera es la lluvia
A orillas del río.
Hay una dulzura frutal en el aire,
Una dulzura que habrá de perseguirme
En la noche que trae
Troncos podridos por la selva,
Remos perdidos de lejanos aserríos,
Ropas deshechas que el Atrato
Roba a las lavanderas de Beté,
Una luna con malaria.
En la noche que se hunde
En mi almohada como una barca.
Para Aristarco Perea, en memoria.
CATEDRAL DE SAL
Sudan las paredes en la catedral su yodo milenario
Cárcavas y catacumbas hechizadas por el blanco.
Gotea el tiempo como la mujer de Lot al pie de las fogatas.
Llevo en el bolsillo del saco el brillo de la marmaja,
Pedrusco plateado que los mineros llaman el oro de los tontos.
Afuera, la verde sabana resplandece
Y una tajada de luz besa a las montañas.
La iglesia subterránea, con algo de enorme cetáceo
Se zambulle en el profundo mar de su silencio.
La iglesia, siempre dispuesta a devorar los pasos ciegos de la noche.
Te recorro, oculta catedral, gran bodega de rezos y flagelos,
Noche escondida bajo la capa vegetal,
Taller de lunas donde esculpen la nave de Dios,
Reloj de sal escamoteado en un descuido del mar.
La mina se ha trocado en barco carbonero,
En ballena blanca perseguida por las blasfemias
De un delirante capitán.
Los blancos acólitos encienden cirios en el saladar
Y las llaves de San Pedro se llenan de herrumbre.
Madre, no mires hacia atrás,
La fábula repite la vocación de las estatuas
Y tú vives en mí, que soy tu hechizada catedral.
HISTORIA MÍTICA DEL BULLERENGUE
Nazaria me dijo una noche
En las albarradas de Mompox:
Cuídese de su mujer
Que ponga agua de tinieblas en la taza del café.
En luna tierna,
No lave ni deje que le laven su ropa
Ni siquiera en los sueños;
El que cree en ellos funda su pensamiento en un hilo de niebla.
Que no vaya a darle luna a su mujer encinta, mi señor,
El niño puede nacer con lunares y manchas
Y no ser hijo de la noche ni del sol.
Nazaria decía que cuando cae comida de nuestras manos, un trozo de casabe,
Una tajada de plátano o un puñado de arroz
Alguien de la parentela, vivo o ausente,
Debe andar en el monte asediado por el hambre.
Nazaria me regaló un hermoso talismán,
Una piedra curada
Que llevaba en el pañuelo rojo de su cabeza africana.
Eras, muchacha, la flor de los agüeros. Por ti supe
Que si entra un ciempiés en la cocina
Alguien prendió fuego a la cangrejera,
Que la llegada del copetón en las mañanas anuncia una visita,
Que el canto del sangretoro funda el verano,
Que si el pájaro carpintero llega al patio de casa
La policía vendrá con cara de pocos amigos,
Que la palabra tajamar espanta las aguamalas,
Que cuando pican las plantas de los pies
Pronto habrá baile, migración o paseo, al llamado de otro cielo.
Una noche me contaste
Que el brujo que grababa en hojas de bijao la palabra bullerengue
Vio una culebra mapaná escondida en la hojarasca.
Ahora creo entender, Nazaria,
Por qué hay algo de serpiente en tus pies
Cuando suena el bullerengue.
ENTIERRO Y RESURRECCIÓN DE MARÍA VARILLA
Llegué al alba,
No sé si a Ciénaga de Oro
O a un poblado del sueño.
De las casas de paja, de sus calles de tierra,
Salieron con velas y pasos encendidos
Gentes que parecían brotadas del aire
Y que iban tumultuosas a la plaza del pueblo.
Un bombardino puso en el aire
Un sonido de barco,
Como si hubiera estado por siglos
Encallado en los mangles del silencio
Y fue más grande y más blanca
La aureola lunar del cementerio
Era de ver la banda de músicos
De Ciénaga de Oro
Llegados de parte de la noche. Otros venían
De los Montes de María
Donde vuela el mochuelo,
De Montería
Donde el río se persigue a sí mismo
Para bañarse tranquilo
Y espiar a las mujeres
Que lavan ropa en sus lagunas.
Era un rumor de pasos,
Un bisbiseo de velas prendidas
Creciendo al ritmo del porro y del desvelo.
Don Pablo Flórez
Levantó su cabeza de torre inclinada
Y repartió entre los músicos
Un vaso de ron y la hostia de su voz.
Alguien anunció la muerte de María Varilla
Y dijo que había que enterrarla en el agua.
Por mitad del entresueño pasaba el río Sinú
Con sus taruyas e islotes,
Con esos paisajes errabundos
De bejucos y árboles caídos
Donde viajan en racimos de culebras.
Mi hermana dice
Que sabe a dulce de mamey el aire,
Que la música tiene olor de gramalote,
De forraje para alimentar
El caballo del sueño.
Los músicos bajan de la montaña,
Cruzan acequias y hondonadas,
Roban un poco de panela en los trapiches,
Se sientan en los bultos de harina y de maíz
Y sueltan como la cola de un cometa
Canciones de amor y cantos de vaquería.
Si tiene sed,
Voltee la totuma de coco en su boca
Y oiga renacer en la alborada
Los pies susurrantes de María Varilla.
Llegué al alba,
No sé si a Ciénaga de Oro
O a un poblado del sueño.
Un bombardino me extravió en sus calles
Cuando iba de paso.
El bombardino,
Me lo dijo don Pablo Flórez,
Sirve para atrapar el viento,
Para volverlo tenor en sus pistones,
Pero es también un señuelo,
Una trampa para extraviar a los viajeros.
***
(Fuente: Revista Altazor)
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