martes, 11 de junio de 2019

Frank Abel Dopico (Cuba, 1964-2016)


Una historia de humor anaranjado 

 

Mi casa siempre se ha alimentado de los muertos.
En épocas de angustia padre los escondía en el trinar de los rincones
y los muertos se turnaban para dormir en el regazo de mi madre.
Los había morados, con espejuelos, militares, mujeres...
Recuerdo que su costumbre era no desayunar.
Para sus sueños padre mezclaba el arroz con su figura
y así transcurría la mañana junto al pozo.
Yo les hablaba de Marx pero ellos devoraban el Nuevo Testamento.
Los muerto son ateos, repetía.
Fue triste el caso del Doctor González.
Se crucificó mientras tres enfermos lo negaban tres veces:
tuvimos que bajarlo porque las niñas protestaban de sus santas palabrotas.
Alguno se ocupó de inventar una máquina contra las cigüeñas.
El día de probarla padre le otorgó grado científico, post mortem.
Sin embargo mi casa era la miniatura que alguien confundiría con las vicarias.
Como en todos los buenos poemas aquí también hay muertos que son malos.
Madre ordenó construir una celda en el fondo del patio
y veinte veces tuvimos que agrandarla.
Dos fueron presos por la golosina de los muslos de mi prima.
Otros, porque siempre volteaban el espejo.
Los más jóvenes de los muertos delincuentes fueron encarcelados por vestirse de vivos ante la
          mismísima cara de mi padre.
Había un muerto homosexual, le decían La Princesita del Himalaya
y tenía la voz tan dulce como la silla de algunos funcionarios de Cultura.
Yo me enamoré de Matilde, treinta años, divorciada,
que murió de espaldas y sin ponerse el vestido.
Llegó desnuda, contra su propia voluntad
y con telarañas le cubrí los pechos y me contó que la muerte es una sustancia, casi un
          purgante.
Para que no la viera desnuda me zurció los ojos con su propia voluntad.
"Eres tan pequeño, dijo, tan de una sola altura, que tendrás vértigo de mí".
Para que me amara yo le traía viento virgen, cazaba jazmines con mi tirapiedras o la invitaba al
          río que hay debajo de mi casa.
Una noche convino a mis deseos, estaba muy sola, quiero decir, muy muerta.
Con Matilde conocí que a los muertos les gustan los números pares.
También le gustaba oírme: «Qué Pálida estás, amor».
Mi madre prohibía estas relaciones porque los muertos no tienen posición social.
Yo la comprendía, Madre pasó hambre en el Capitalismo.
Pero Matilde y yo duramos día y noche
hasta que la vi besarse con González.
Las muertas son infieles, lloré.
Cierta madrugada, 4 de junio de 1978, se apareció el mejor de los muertos por la puerta.
Canoso, seis pies de eslora.
Habló: «Conmigo traigo dos siglos y la propiedad de la casa».
Mi padre expuso sus manos: «Eres Jiménez?»
«Sí», le contestó el canoso.
Mi padre volvió a exponer sus manos: «Te pagaré la casa».
Muerto a muerto, contantes y sonantes, mi padre pagó el precio de la casa
mientras la luna ejercía su misterioso oficio de Doctora en Derechos.
 
 
 
(Fuente: Asamblea de palabras)

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