EL TANQUE AUSTRALIANO
en las paletas del molino que arrancaba
el agua turbia de las napas.
Se fue llenando así un estanque de latas curvas,
hasta que casi desbordó
y, con mi padre, nos quedamos
hechos unos estúpidos mirando el agua revuelta
como si viéramos el mar.
Al girar la bóveda, comenzó a llegar la noche.
Ya no se extrajo el agua, se apagó el viento.
Algunos puntos de luz brotaron
en su espejo negro.
Se oyeron los grillos del verano,
un ladrido agónico a lo lejos.
Ésa es «La Cruz del Sur», me dijo y señaló
despacio, como si temiera espantarla
con su brazo suspendido sobre el agua.
Y aquella formación: «El Puñal de la Mazorca».
Los ladridos se multiplicaron.
Yo pensaba en el rostro de mi madre.
Pensaba en sus ojos ya enterrados.
Me despedí de todo y entré.
Estaba muy fría el agua
y poco a poco fue embebiendo mi ropa
hasta que dejé de flotar.
No sé cuántos días transcurrieron mientras
me hundía en el silencio.
Recordé que en el «Paraíso» del Dante
no se describen sonidos,
pero eso qué podía importar.
Era un mundo sin horizonte:
por más que buscaba alrededor,
el horizonte no aparecía.
Desaparecieron, finalmente,
la luz y el tiempo.
Hasta que las aspas del molino
giraron de nuevo.
Cada succión del agua de la tierra
traía, como un golpe de remo, los recuerdos,
uno tras otro:
la bicicleta, el camino de tierra,
la puerta quejumbrosa de la casa
las veredas del pueblo desbordadas por la grama.
El motor de algún camión sobre la Ruta Dos
ahogaba unos minutos el coro de las ranas.
Todo era redondo: el horizonte
no aparecía.
Y tuve que emerger después de muchos años.
Las cosas siguen igual pero nadie me reconoce.
Ahora voy por el parque, junto al cementerio,
a visitar sus ojos ya enterrados.
Es muy grato caminar al sol
después de estar metido en el agua tanto tiempo.
(Fuente: Daniel Rafalovich)
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