lunes, 23 de mayo de 2022

Roberto Sosa (Yoro, Honduras, 1930 - Tegucigalpa, 2011)

 


 


 

 

 

Límite

 

Estoy enfermo. Mi yo

no es sino un bulto abandonado

en un lugar con flores de doble filo.

Me arrastro como puedo

entre hombres y mujeres de sonrisa perfecta

condicionada

al cambio de las monedas falsas.

Me sobrevuelan círculos concéntricos

de sombras

con brillo

de navajas

que me escarban el fondo,

y nada digo.

Estoy enfermo, claro, muy enfermo,

todos

están enfermos en la ciudad que habito.

Anda drogado y sucio el odio por las calles y sufre

oscuramente

de frío en la cabeza.

Lejos esté el amor. Muy lejos de estos crueles edificios.

 

 

 

Esta luz que suscribo

 

Esto que suscribo

nace

de mis viajes a las inmovilidades del pasado. De la seducción

que me causa la ondulación del fuego

igual

que a los primeros hombres que lo vieron y lo sometieron

a la mansedumbre de una lámpara. De la fuente

en donde la muerte encontró el secreto de su eterna juventud.

De conmoverme

por los cortísimos gritos decapitados

que emiten los animales endebles a medio morir.

Del amor consumado.

desde la misma lástima, me viene.

Del hielo que circula por las oscuridades

que ciertas personas echan por la boca sobre mi nombre. Del centro

del escarnio y de la indignación. Desde la circunstancia

de mi gran compromiso, vive como es posible

esta luz que suscribo.

 

 

La batalla oscura

 

He vuelto.

El caserío se desploma y flota su nombre

solamente.

Beso la tarde como quien besa una mujer dormida.

Los amigos

se acercan con rumor de infancia en cada frase.

Los muchachos

pronuncian mi nombre y yo admiro sus bocas con animal ternura.

Levanto una piedra como quien alza un ramo

sin otro afán que la amistad segura.

La realidad sonríe

tal vez

porque

algo

he inventado en esta historia. He vuelto, es cierto,

pero nadie me mira ni me habla, y si lo hacen,

escucho una batalla de palabras oscuras entre dientes.

(las brasas del hogar amplían los rincones

y doran las tijeras del día que se cierra).

Un esfuerzo violáceo

contiene mi garganta.

 

 

Malditos bailarines sin cabeza

 

Aquellos de nosotros

que siendo hijos y nietos

de honestísimos hombres de campo,

cien veces

negaron sus orígenes

antes y después

del canto de los gallos.

Aquellos de nosotros

que aprendieron de los lobos

las vueltas

sombrías

del aullido y el acecho,

y que a las crueldades adquiridas

agregaron

los refinamientos de la perversidad

extraídos

de las cavidades de los lamentos.

Y aquellos de nosotros

que compartieron (y comparten)

la mesa

y el lecho

con heladas bestias velludas destructoras

de la imagen de la patria, y que mintieron o callaron

a la hora de la verdad, vosotros,

-solamente vosotros, malignos bailarines sin cabeza-

un día valdréis menos que una botella quebrada

arrojada

al fondo de un cráter de la Luna.

 

 

Los elegidos de la violencia

 

No es fácil reconocer la alegría

después de contener el llanto mucho tiempo.

El sonido de los balazos

puede encontrar de súbito

el sitio de la intimidad. El cielo aterroriza

con sus cuencas vacías. Los pájaros pueden alojar la delgadez

de la violencia entre patas y picos. La guerra fría

tiene su mano azul y mata.

La niñez, aquella de los cuidados cabellos de vidrio,

no la hemos conocido. Nosotros nunca hemos sido niños.

El horror

asumió su papel de padre frío. Conocemos su rostro

línea por línea,

gesto por gesto, cólera por cólera. Y aunque desde las colinas admiramos el mar

tendido en la maleza, adolescente el blanco oleaje,

nuestra niñez se destrozó en la trampa

que prepararon nuestros mayores.

Hace ya muchos años

la alegría

se quebró el pie derecho y un hombro,

y posiblemente ya no se levante, la pobre.

Mirad.

Miradla cuidadosamente.

 

 

La hora baja

 

Eran los años primeros.

Cruzábamos entonces la existencia

entre

lineales zumbidos,

difuntos calumniados

y ríos poseedores de márgenes secretos. Éramos

los vagabundos hermanos

de los canes sin dueño,

cazadores de insectos,

jurados enemigos

de torpes

implacables policías;

guerreros inmortales

de la mitología, no distinguíamos un ala

del cuerpo de una niña.

Dando vueltas y cambios crecimos duramente.

De nosotros

se levantaron

los jueces de dos caras; los perseguidores

de cien ojos, veloces en la bruma y alegres

consumidores de distancias; los delatores fáciles;

los verdugos sedientos de púrpura; los falsos testigos

creadores de la gráfica del humo; los pacientes

hacedores de nocturnos cuchillos.

Algunos dijeron: es el destino

que nos fue asignado, y huyeron

dejando la noche enterrada. Otros

prefirieron encerrarse entre cuatro paredes sin principio ni fin.

Pero todos nosotros -a cierta hora- recorremos

la callejuela de nuestro pasado

de donde

volvemos

con los cabellos tintos de sangre.

 

 

Los pobres

 

Los pobres son muchos

y por eso

es imposible olvidarlos.

Seguramente

ven

en los amaneceres

múltiples edificios

donde ellos

quisieran habitar con sus hijos.

Pueden

llevar en hombros

el féretro de una estrella.

Pueden

destruir el aire como aves furiosas,

nublar el sol.

Pero desconociendo sus tesoros

entran y salen por espejos de sangre;

caminan y mueren despacio.

Por eso

es imposible olvidarlos.

 

 

Si el frío fuera una casa con heno, niño y misterio

 

El frío

tiene

los ademanes suaves

pero sus claros pies de agua dormida

no entran

en las habitaciones de los poderosos.

Penetra

en las chozas

con la tranquilidad de los dueños

y abraza la belleza de los niños.

Los desheredados

dudan

de esas delicadas actitudes

y esperan la tibieza

-se diría calor humano-

temblando como ovejas en peligro.

Su poderío aniquila los castillos de arena

habitados por sirenas, y a los inválidos

que en los días de ventisca

no poseen abrigo alguno.

Los caballos salvajes

galopan hacia el mar

cuando sus instintos

perciben

los movimientos

de su profundo corazón de nieve.

 

 

Piano vacío

 

Si acaso

deciden buscarme,

me encontrarán

afinando mi caja de música.

Podrán

oír entonces

la canción que he repetido

a boca de los anocheceres: ustedes

destruyeron

cuidadosamente

mi patria y escribieron su nombre en libros secretos.

A nosotros

nos transformaron en espantapájaros.

Si acaso

deciden

buscarme,

estaré esperándoles

junto a mi silencio de piano vacío.

 

 


Roberto Sosa (Yoro, 18 de abril de 1930 - Tegucigalpa, 23 de mayo de 2011) fue un poeta hondureño, uno de los más prestigiosos en su país.

Es autor de Muros, Mar interior, Los pobres, Un mundo para todos dividido, Obra completa, Diálogo de sombras, Prosa armada, Máscara suelta, Hasta el sol de hoy, Antología personal, Digo Mujer, entre otros libros. Ha obtenido los premios Juan Ramón Molina 1967, Adonais 1968, Casa de las Américas, 1971, Ramón Rosa 1972, Ramón Amaya Amador, 1975 e Itsamná. Su libro The return of the river (El regreso del río) edición bilingüe publicada por Curbstone Press, traducido por Jo Anne Engelbert, obtuvo el premio National Traslation Award 2003 otorgado por The American Literary Asosiation (Alta).

 

(Fuente: La Parada Poética)

 

 

 

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