dos poemas
Las tías
Rosicler
y Demonia venían bajando las cuestas. Después del mediodía las vimos.
Descendían las lomas donde parecía que nunca iba a ponerse el sol. Allá
arriba estaban sus siluetas, negras con sombrilla roja,
o rojas con sombrilla negra.
Demoraban
dos horas más o menos, en llegar. Las divisábamos y siempre estaban
allá. Después de un breve descanso salíamos a mirarlas y ellas
proseguían bajando sin llegar.
Al
fin! pisaron los huertos, el jardín de duraznos y violeta. Media hora
después tocaron el portal. Plegaban las sombrillas; los mayores les
hacían reverencias; los más chicos ofrecían canastitas colmadas de
pimpollos de rosa.
Todo esto ocurría cada vez que venían visitas. No sólo por ellas.
Rosicler
y Demonia se sentaron bajo el emparrado; luego, solas, fueron al
comedor y a la sala y a un dormitorio, y se acostaron y durmieron. Las
sombrillas rojas o negras en el suelo, como enormes campanillas.
Cada una tenía en el suelo, a su lado, la sombrilla.
Por gentileza todos nos acostamos y dormimos, nos dábamos las buenas tardes.
Y
cuando ellas despertaron también nosotros lo hacíamos, y marchamos
todos al patio a beber un té. “De menta” “De muerta” “De alelí”. Y de
camelia.
Ellas hablaron de lo que ocurría atrás de las lomas y más allá. Los sembrados, una pequeña guerra sin ningún duelo.
Pero eran insólitos los comentarios, la interpretación que daban. Una de las niñas lo apuntó ansiosamente en su cuaderno.
Antes
de que el sol comenzara a declinar, abrieron, de súbito, los paraguas.
Parecían, al ponerse de pie, muy altas, como si hubieran crecido.
La casa, después que se fueron, quedó desfigurada, levemente desfigurada.
Por
ejemplo, yo me acosté en el suelo. Bajó un pájaro desde lo alto y elevó
un pollito. Una mariposa se partió en dos, y cada mitad volvíase otra
mariposa, grande y asombrosa. Las dos mitades completas giraban.
Y se enfrentaban como peleándose.
~
La Trinidad
Algunas noches la Trinidad pasaba debajo del cielo, cerca de la tierra.
Era
una construcción gloriosa y lúgubre. Yo distinguía los ojos del Padre
brillando como brasas, los ojos del Hijo brillando como brasas; y entre
ambos muchas alas confusas y sombrías: esto era el Espíritu Santo con
las alas paradas, fijas.
Todo era una construcción desnivelada, fija, que pasaba volando, con los bordes ferozmente abrillantados.
Y cuando se había ido parecía chiquitito, como si hubieran pasado tres abejas juntas.
La
azucena estaba crecida con las blancas copas al cielo; esa hortensia
parecía uvas; la otra hortensia un ramo de rosas. Y la honguera. De la
honguera salían con miedo unos honguitos, redondos y afelpados, que
corrían un poco, corrían con miedo; como si fueran órganos sexuales que
no perteneciesen a ningún cuerpo.
(Fuente: La comparecencia infinita)
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