Dama del horizonte
Cuando la noche planta sus negros manzanos en mi rostro, cuando caen
de mis manos los vasos destruidos, y las campanas infinitas golpean en
mi corazón, es un nombre lejano el que pronuncio.
No se trata de una actitud de augur ni de una investidura
deslumbrante. A esa hora de construcción astral no caben corales ni
instrumentos y sí, solamente, la pobre capacidad de unción con que un
hombre cualquiera, en un rincón tomado al horizonte, puede dirigirse
hacia el umbral de sus afectos.
Veo entonces como la rueda de distancias gira vertiginosamente en
torno de la figura solitaria. Cuando esa alucinación descansa, ella ya
no sonríe, y en sus ojos azules o grises hay un cansancio metálico y
luminoso. Las horas pasan por el meridiano de su frente y bajan por la
línea ideal que la divide hasta el lugar donde se abre mi ventana de
bronce.
Como luz negra, la
inmensidad se esparce en torno nuestro y nos sitúa en dimensiones
mutuamente inaccesibles. Su claridad de relámpago, me permite sólo
contemplarte, Dama del horizonte. Contemplar tus manos de una madera
alucinante y diáfana, tu boca aparecida sobre el arenal del silencio, tu
corazón donde un agua violeta destila su rumor sagrado. Contemplar tu
vestuario que palpita dulcemente en la quietud atmosférica, el enterrado
campo donde lo pasado eleva sus casas azules, sus dorados almendros,
sus torres de frutas incendiarias. Pero la superficie desconsolada que
nos une y desune prosigue alejándote de mi boca llena de sangre de la
boca del alma.
Juan Eduardo Cirlot, incluido en Poesía surrealista en español (Éditions de la Sirène, París, 2002, ed. de Ángel Pariente).
(Fuente: Asamblea de palabras)
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