Lindas manos
Nací en un hospital. Apestaba.
Me bañaron. Cinco años más tarde,
mi cerebro era una lamparita que se apagaba
y se encendía parpadeante, mi alma era
un biberón deseoso de estar lleno,
mi estómago, hecho de hormigón, tenía una
mesa larga de madera a la que se sentaban
seis gatitos vestidos, cada uno con su bol.
Ahora mi estómago tiene el vigor y el glamour
de cien lamparitas de colores que cuelgan de
un cable en una cantina donde alguien
con una sábana blanca está aprendiendo
a derramar vino sobre el altar.
Los gatos crecieron se dispersaron, se multiplicaron
en mi cerebro, donde se pelean por la leche derramada
del biberón -que ahora responde a la descripción de
una odalisca-, con sus pelos de gato parados de punta.
Y mi alma es el cuarto de hormigón
con una mesa de póker inestable donde nadie juega
y nadie reparte, aunque cuando me muera siempre cabe
la posibilidad de que alguien con lindas manos me bañe.
Traducción de Ezequiel Zaidenwerg
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