martes, 15 de octubre de 2019

Francisco Layna Ranz (España)



En la última neumonía
 
En la última neumonía perdí la esperanza de que el tiempo
no hubiera pasado.
La casa de Cheste (índice al cielo como si se comprobara
la dirección del aire: conste que no es mía), esa casa
de Cheste no está hecha para albergar convalecencias.
En la mesilla agua, caramelos, termómetro. Creo que son dos,
Marca Aposán.
Las sábanas tal que un envoltorio estrujado, vapor amarillo
en las sienes
y acidez en la almohada.
El dolor llega sin saber muy bien de dónde, y cae
por los quebraderos del cuerpo.
La fiebre, como la nieve, todo lo hace uniforme.
La noche es húmeda y estoy solo. Por mucho que abra los ojos,
me siento en el interior de un negro adentro.
La tos, mucha, muchísima, transforma en ceniza el sollozo
con que nacemos.
Uno piensa de todo, que se haga pronto la mañana,
que la toalla que me seque sea nueva,
que los vencejos jamás interrumpan su vuelo.




Miguel de Molinos ha movido un dedo
 
Miguel de Molinos ha movido un dedo. Parece que dijera
que no, eso sí, levemente.
El búho no parpadea.
El sabio deja de echar pan a las carpas.
El caracol está avisado.
¿Qué le inquieta? En su homenaje, un airecillo desordena
la hojarasca.
No te muevas, quieto, a punto está de musitar una inferencia.
Como un portazo, el camaleón dispara su lengua. Yo,
de veras, ni idea del abejorro.
La paz regresa. El bancal, el caserón, el polvo de las polillas
muertas . . .
Tenlo por seguro, pasará tiempo hasta que algo suceda.





Dentro del invierno hay animales que miran de lejos
 
Mi instinto de can nunca me obedeció,
yo no sé cómo liberar de él a mi alma.
—Farid ud-Din Attar, El lenguaje de los pájaros


Dentro del invierno hay animales que miran de lejos.
Desconfían de cualquier relance, su propio rastro en el lodo, la mínima anomalía en la dirección del viento.
Es el vaho de la meseta, y al fondo los bosques y la sombra de pureza mortal.
Vaharadas que huyen desde la primera luna que se acerca, se acerca y muerde en el calor de la nuca y en la facilidad de lo que vive. En el aliento de esa bestia, en su lengua moribunda fermenta un miedo entero, continuo, incisorio.

La sombra en la escalera. Los animales huyen y nosotros miramos quietos y elementales. Un aliento baja por los peldaños. Rodea las paredes, mancha la quietud con su sigilo. José Hierro oía en el pasillo oscuro el jadeo, y cantaba para ahuyentarlo.

En la tierra cimeriana, un país donde ponía quejas el temblor del viento, un perro ladraba al hosco mar. Leopoldo Lugones iluminaba con alcohol encendido sus miedos. Por la boca de aquel perro salió, como un alarido en forma de glaciar, el alma y su completa amargura.

No puedo dejar de mirar: el vaho a lo lejos, el frío, el espíritu que ahuyenta a los animales. El hueso.



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