En Santa Cruz, entre el mar y los montes
yo he visto el pequeño cementerio de los huelguistas
fusilados.
Unos, mal enterrados, en la fosa abierta por ellos,
asoman la punta del zapato con tierra y lagartijas.
Otros, enterrados vivos quizá,
una mano de hueso implorante picoteada por los cuervos.
Y no es extraño ver a lo largo del camino restos de otros,
curioso contenido de la intemperie.
Las caravanas de los desposeídos de la tierra, las largas
filas de linyeras forzados,
la multitud de todos los países que se dirige al sur de la
tierra
en busca del pan y de la muerte,
la multitud de todos los países que se dirige al sur de la
tierra en busca de la nostalgia y el olvido,
se detiene ahí, donde, el oasis del viento patagónico, la tierra
estéril lanza
sus perros amarillos.
Allí donde la aullante tierra reseca desafía a las nubes,
viajeras de tres cielos
Allí, donde las brújulas de los barcos perdidos, ya fantasmas,
señalan contra las costas, al fin, el rumbo de una próxima
venganza.
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