A “yo” no le interesa lo que no arde
Presuntos implicados
Algo se me fue contigo…
Manuel Alejandro
Algo se nos va
perdiendo con la literatura: alguna
libertad de ser románticos, ilusos, cursis, por el temor a parecer
menos intelectuales (quizá desencantados) en un siglo que apuesta
por la deshumanización y la homogeneidad
aunque la disfracemos de sarcasmo y frescura. Se le llama poesía
a casi cualquier cosa fuera del corazón, mientras
no duela, no incomode las vísceras, pero sí las pupilas
de quien afuera lee, quien aplauda las ausencias de un pálpito
que ensucie la humanidad en uso. Borrón en el papel
sin que nos manche el músculo o el hueso. Ese “yo”
ahora maldito, bastardo, insuficiente
para hablarle de usted y respetuosamente a lo que no comprendo
y aparto de mi vista para no avejentarme de ese “nos”
ya tan lejos de “mí” que parece otra cosa. Pero ellos
lo sabrán: a “yo” no le interesa lo que no arde.
“Yo” no es algo que al otro me preocupe.
Me preocupas más “tú”. Si tú te vas
se muere lo que pienso, aunque no escriba.
Robert Frost nos conmina a cambiar las ideas por lenguaje
pero no es tan sencillo. Ya vi que los pronombres
alteran nuestro ritmo. Imagina si ocurre
la síncopa del alma. Yo tendría un aneurisma
en el verbo vivir. No podría conjugarlo
si no implica estar juntos.
Por eso pienso en “tú”.
Si el corazón dictara los etcéteras
no agobiaría la espera con su temblor de sueño.
Ese cuerpo que abandona su gis en la figura
echada en los supuestos, como si todos
los presuntos implicados fueran Dios, pensaría:
el sexo del poema es infinito
pero el género es todos.
Y luego (porque existo) me duele más tu madre
que se nos fue
unos años después de nuestra boda. Y no hay verso en el cual pueda
dudar si es que hubo incendio. No hay
poema que pueda cicatrizar la herida de tus ojos
ni ese cielo nocturno de algunas desveladas.
La jurado lo sabe. También ella se ha ido
aunque el juicio final sea una escalera
que baja al corazón de todos (por lo tanto, ninguno).
El dolor no me sacia ni me llena.
La poesía no embellece si hace falta
en la palabra madre o la silabación
del hijo (¿qué pronombre?).
Las palabras nunca
nos transparentarán como una
lágrima: su reflejo
inexacto
da cuenta de las pérdidas
cuando los que se van
somos otros
no ese tú
que nos hizo
del ojo al corazón
en su ceguera.
Si hubiera un dios en la poesía
si no se hubiera ido de los poemas
serías el unigénito
aunque te condenaran
nada más
por ser
tú
el exilio de todos.
Pero si hubiera un dios en la poesía
estaría en ese gis, cual residuo del fuego
que da forma a la ausencia.
Foucault es el culpable
[Tiro indirecto]
De esto hablábamos
en actitud eréctil. Lo que pudiera ser
debe de trasladarse por sí mismo
como hacen las palabras que alguien dice y no
importa si se las lleva el viento o algo las trae
de vuelta.
Existen las palabras
en el instante en que las recordamos. Salen con un vigor
extraño si es que abrieron los ojos en alguna ocasión
en ese borde frágil de la pasión sin réplica. El ojo
transparente del recuerdo se llena paso a paso
con la gota que cae
de ese cirio
de Dios
y cubre todo.
Son parafina
y polvo. Sal
que en un abrir y cerrar de los párpados
esboza alguna mueca
para aliviar el odio que se levanta
en llamas. Lumbre que trae
consigo cuando se queda
quieta, esperando el suspiro que la arrastre
a otra boca, otros
ojos que dejarán el borde del lagrimal
en su vacío relente.
Lo que pudiera ser el movimiento
de una palabra, el sollozo que la libera
de una canción (“De haber sabido”
ponemos un ejemplo) es el pálpito que obliga al corazón
a detenerse y escuchar
el latido que proviene de afuera, y trae
la misma sangre y su “Razón de sobra”. Escarcha de otra
voz que sigue su caída
por ese borde
que apenas escuchamos (si acaso
lo escuchamos)
mientras dura el infarto.
La certeza
posible, la condición
de ausentarnos por pausas
no nos sorprende con los ojos
abiertos. Plenos en la conciencia
de la música, se abren y se vencen
como labios que murmuran apenas algún adiós
o un hola.
Lo que canta se teme. En su justa mitad
la nota que parece
más grave es el suspiro. Lo que pudiera
unirnos en la muerte. Ceniza de lo que cae
si calla.
Si la palabra siempre se cumple
aunque no haya certeza
tal vez nunca dejemos de decirla. En esta
paradoja de la lengua (la que hablamos
o en la que nos movemos)
el cuerpo del lenguaje se defiende
en los poros, porque lo que se dice también
suda en la frente de aquel que manipula motosierras
y deja caer sus golpes, cierta
mente, como si nunca más fuera algún cuervo
que ya no encuentra ramas ni descanso.
Los (in)significantes, cercanías
y restos que yacen tras las plumas
siempre serán más negros que puntos suspensivos
y nunca tan puntuales. Así son
las certezas: balanceos
del estar. Así
el tiempo: el agua muda
encadenada
al lenguaje bajo la torre
rota del insomnio.
Pero quien cambia no es el lenguaje
sino el hombre. Quien no quiere crecer
en ese nunca
jamás verá aquella otra palabra:
la que su ojo no mide
(mejor el bisturí que los arietes)
la que puede explicarlo y vuelve
detrás de él
para empujarlo
al borde de lo que no
se ha dicho.
* Estos poemas pertenecen a [Contra]dicción, libro
ganador del Premio Iberoamericano de Poesía Minerva Margarita
Villarreal, que publicará próximamente la Universidad Autónoma de Nuevo
León.
Luis Armenta Malpica / Ciudad de México, 1961. Poeta, ensayista, traductor y director de la editorial Mantis. Es autor de los libros de poemas Voluntad de la luz (1996), Des(as)cendencia (1999), Ebriedad de Dios (2000), Luz de los otros (2002), Ciertos milagros laicos (2002), Mar siguiente (2004), Sangrial (2005), El cielo más líquido (2006) y Cuerpo+después (2010), entre otros. Sus libros y poemas han sido traducidos al inglés, el francés, el alemán, el portugués, el italiano, el catalán, el rumano, el árabe y el ruso. Ha sido reconocido con el Premio de poesía Aguascalientes, el Premio Jalisco en Letras, el Premio Nacional de Poesía José Emilio Pacheco y el Premio Jaime Sabines-Gatien Lapointe, entre muchos otros.
(Fuente: periodicodepoesía.unam.mx)
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