sábado, 18 de junio de 2022

Fredy Yezzed (Colombia, 1979)

 

Tres poemas

Las mujeres sufrimos y recordamos la guerra de otra manera, las mujeres narramos la historia de nuestros sentimientos.

Svetlana Alexiévich

 

Carta donde pasta una vaca

Boca abajo entre los pastos altos del potrero, los primeros
en hallarte fueron los ojos tristes de una vaca. La neblina
bajaba lenta por la cordillera y los cristales de agua brillaban en las hojas.
El animal con su espíritu manso y curioso se acercó con humildad.
Te observó largo tiempo, José, allí suspendido en el tiempo,
flotando como un hielo en medio de la mañana.
En el cielo una corona de aves negras se disponía
a posarse sobre tu ancha espalda, cuando otras vacas
vinieron a rodearte, a cuidar del hijo ausente, a espantar las moscas.
Centro de este cortejo, José, te lloraron las matronas de los campos.
Desde el fondo nervioso de sus cuatro estómagos los animales mugen,
se inclinan ante tu cuerpo, te lamen el rostro.
Son ellas las primeras plañideras en encender cirios
en la profundidad de sus ojos húmedos y negros.

A su lamento responden con un balido desde el potrero vecino,
un relincho en las faldas de la montaña, un aullido
en el pueblo siguiente. Con esta desolada ceremonia,
mientras el viento peina los pastos altos,
doblan por ti las campanas.

* * *

Carta con un perro negro

La página se repite una y otra vez desde que desapareciste:
en medio de la madrugada me despiertan los aullidos de un perro.
Abro los ojos y sus patas rasgan las rejas del jardín,
en su dibujo desesperado está el rostro de un hombre con la boca
abierta. Me asomo a la ventana y veo a tu perro.
Miro a todos lados y la calle palpita oscura y desolada,
pero alguien o algo parece que vigilara desde los árboles.
Le abro la puerta, con la cabeza baja mueve la cola
entre las patas, reclama una caricia con el hocico.

La noche brilla en su pelaje.
Me inclino y lo abrazo, le pregunto por ti, Jorge,
pero su cuerpo negro es una piedra fría.
Me gruñe, ladra y se aleja unos pasos.

Descubro mi camisa manchada de sangre.
Trato de descubrir su herida, la espuma en el colmillo,
el hueso quebrado. Pero se aleja, ladra con fuerza
y retorna como insistiendo en que lo siga.

Cierro la puerta a mi espalda y lo persigo a través de la penumbra.
Lo sé y no lo sé: voy en busca de la noticia más triste.

* * *

Carta a un muerto
debajo de la mesa

El tiempo entra en la boca y pronuncia nuestro nombre.
Qué forma más extraña, Santiago, de querer meterte en la vida,
pegar la vuelta,
echar para atrás como un caballo asustado por una víbora.

Tu mano, Santiago, asoma por los bordes de la mesa.
Recuestas tu mejilla muerta en nuestras piernas y con el gato
compites por una caricia en el pecho.
Esa suavidad de nuestros dedos entre tus cabellos.
Cierras los ojos lentamente y respiras profundo.

Las familias de este pueblo cenan con muertos bajo la mesa
y de vez en cuando el sabor de la sangre les invade la boca.

Santiago, tu cuerpo caliente debajo de la mesa, ¿a quién llama?,
¿a qué mano desea morder, a qué palabra increpa?
El filo de tu mano entra por debajo de nuestras mujeres;
tus uñas sucias, lastimadas, arrancadas;
el castañear de tus dientes interrumpiendo la conversación.

Hacemos caso omiso de tu sollozo que lava nuestros pies bajo la mesa.
Oscureces rápido, como cuando se deja de ver ―frente a nuestros
ojos― una fotografía que tuvo valor.

Te chupa el abismo que hay debajo de la mesa de toda buena familia.
Quieres que nos duela tu dolor, quieres dolernos.

Santiago, el animal mojado de tu miedo palpita,
y bajo la mesa diaria, sin darnos cuenta:
―entre el buenos días y el te amo―,
desaparecemos tu nombre.

 

(Fuente: Otraparte.Org)

 

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