viernes, 22 de abril de 2022

Charles Simic (Belgrado, Serbia, 1938 / EEUU)

 

Yo y mi insomnio

 

 

 

Yo no habría sido el mismo hombre si hubiese podido dormir bien a lo largo de mi vida.

Todo empezó cuando tenía doce años. Me enamoré. Me tendía en la oscuridad tratando de imaginar que había bajo su negra falda. Creía que su nombre era María, pero en realidad era Insomnia.

Con una vida llena de problemas, Insomnia siempre me ayudo a enfrentar mi temor a la oscuridad.

Éramos jóvenes amantes. No le ocultaba nada. Nuestros silencios eran tan elocuentes como el habla.

La mayoría del tiempo me resistía a las ganas de moverme y de voltear. No pestañeaba. Trataba de no tragar saliva. Ni siquiera movía la lengua.

Mi mente era como Ulises. emprendíamos largos viajes marítimos. Con frecuencia nos encontrábamos en los mares del sur y en China. Sentíamos miedo en Londres y en el San Petersburgo decimonónicos.

Sin embargo, la mayoría de las veces estábamos en calma. Igual que el cuervo de Noé practicábamos el reconocimiento de nuestra galaxia. Acróbatas del abismo, nos enfrentábamos a lo inefable.

Sostuvimos múltiples conversaciones con antiguos filósofos, místicos y prisioneros en campos de concentración.

“Estoy despierto porque no quiero que mi futuro me sorprenda”, dijo uno de ellos.

“Sólo quien se mantiene despierto es libre”, dijo otro.

El horror a la conciencia, la película favorita de todo el mundo.

A menudo me sentía como el alumno condenado a escribir el mismo par de lecciones en el pizarrón.

Mis zapatos, con sus rotas agujetas llenas de nudos, permanecían en un rincón.

El tiempo se desvanecía. Ebria con su bebida favorita de melancolía, la eternidad me echaba su aliento en la cara.

Mis pulgas tampoco dormían.

Ocasionalmente, subía por mi propia escalera privada hasta el rincón más oscuro del cielo. Era como un club nocturno vacío con un trágico menú colocado en cada mesa.

¡Oh, alma que nadie espera en ninguna parte!

Con frecuencia el niño que fui venía a visitarme. Quería mostrarme cosas en un teatro de cortinas rojas carcomidas por ratones. Yo aceptaba con renuencia ya que, obviamente, él no existía. Podría haberme hecho caminar hacia atrás en la cuerda floja con los ojos vendados.

Un domingo, en el bosque, nos topamos con una pareja que yacía en el suelo. Nosotros íbamos tomados de la mano, temerosos de extraviarnos, cuando vimos lo que tomamos por un claro nevado. En un punto muy poco visitado, nos encontramos con la pareja abrazada: ambos se estrechaban desnudos, sobre el helado suelo… El bosque tenía un tenue tono púrpura… un pájaro trinaba pero guardó silencio cuando nos alejábamos.

Siempre creía lo peor a las 3 a.m. Me acostaba y me quedaba rígido, contando mis latidos hasta llegar a más de mil.

Fingía creer en el futuro, pero aún así, tenía ataques de dudas. Incluso cuando dormía profundamente soñaba que estaba despierto.

Mi conciencia sabía lo que hacía. Me tenía bajo una continua y estricta vigilancia. Yo tenía una teoría: Dios no tiene miedo al demonio, sino a los insomnes.

Mi amada leía novelas victorianas durante la noche mientras yo leía libros de historia y novelas de misterio. El ruido que hacíamos al cambiar las páginas hacía que temblaran los ratones en las paredes. El ángel de la muerte se ponía sus gruesos lentes para atisbar por encima de nuestros hombros.

¡Tantos jueces y tan poca justicia en el mundo! Durante el quinto año se me ocurrió que el asesinato es una forma de arte popular. Siguen perfeccionándola sin que jamás les satisfagan los resultados.

“¡Larga vida a la hermandad de los insomnes!”, grité, mientras la horca me apretaba el cuello, pero todo lo que los demás escucharon fue el rechinido de los viejos resortes de mi cama.

Y entonces, justo cuando clareaba el día, sonreía al sentir que mi amada se apartaba de mi lado.

 

 

(Fuente: El hombre aproximativo)

 

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