El Eternoretornógrafo
El joven poeta murmuró cerrando el libro
de Apollinaire:
“Este sí es un poeta...”
Y Apollinaire, el soldado polaco Wilhelm
Apollinaris de Kostrowitzky,
enterrado hasta la cintura en el fango de la trinchera
cerca de Lyon,
mirando la noche estrellada del 4 de agosto
de 1914,
la tierra seca, florecida de estacas y alambre de púas,
sembrada de minas esa noche de 1914,
mirando las bengalas azules, rojas, verdes
en el cielo envenenado por los gases
apretó el húmedo librito de Rimbaud mientras
sobre su cabeza pasaban silbando los obuses.
Y Rimbaud, haciendo sus maletas en Charleville,
echó junto a su ropa los versos de Villon.
Y Villon, el doce veces condenado, el apócrifo,
el inédito, pensó ante el patíbulo en las tres
cosas que más había amado: su mujer Christine, su leyenda,
la de él, la de Villon,
y el borroso recuerdo de unos versos
que hablaban de la noche del 711 en que Taric se apoderó
de Gibraltar.
Y el sombrío poeta árabe que escribió aquellos versos
la noche del 711 apoyándose
en la cimitarra
imitaba los versos que su abuelo le leía
en la lejana Argel;
y el abuelo de Argel había leído a Imru-ul-Qais,
al que Mahoma consideraba el primer
gran poeta árabe;
lo había leído una interminable
jornada en el desierto de Sahara (más húmedo ahora que entonces)
en la lenta marcha de los camellos y las teas
encendidas.
Y es probable que Imru-ul-Qais escribiera
en la lengua de Alá imitaciones de Horacio.
Y Horacio admiraba a Virgilio,
y Virgilio aprendió en Homero,
y Homero, el ciego, repetía en hexámetros los extraños poemas
que se susurraban al oído
los amantes en las estrechas calles de Babilonia
y Susa,
y en Babilonia y Susa
los poetas imitaban los versos de los hititas de Bog Haz Keui
y de la capital egipcia de Tell El Amarna,
y los poetas del 4000 a.n.e.
imitaban a los poetas del 5000 a.n.e.
hasta que el hombre de Pekín, en la húmeda caverna
de Chou-Tien
viendo arder lentamente sobre las brasas el anca
de un venado,
gruñó los versos que le dictaba desde el futuro
un joven poeta que murmuraba cerrando un libro
de Apollinaire.
El joven poeta murmuró cerrando el libro
de Apollinaire:
“Este sí es un poeta...”
Y Apollinaire, el soldado polaco Wilhelm
Apollinaris de Kostrowitzky,
enterrado hasta la cintura en el fango de la trinchera
cerca de Lyon,
mirando la noche estrellada del 4 de agosto
de 1914,
la tierra seca, florecida de estacas y alambre de púas,
sembrada de minas esa noche de 1914,
mirando las bengalas azules, rojas, verdes
en el cielo envenenado por los gases
apretó el húmedo librito de Rimbaud mientras
sobre su cabeza pasaban silbando los obuses.
Y Rimbaud, haciendo sus maletas en Charleville,
echó junto a su ropa los versos de Villon.
Y Villon, el doce veces condenado, el apócrifo,
el inédito, pensó ante el patíbulo en las tres
cosas que más había amado: su mujer Christine, su leyenda,
la de él, la de Villon,
y el borroso recuerdo de unos versos
que hablaban de la noche del 711 en que Taric se apoderó
de Gibraltar.
Y el sombrío poeta árabe que escribió aquellos versos
la noche del 711 apoyándose
en la cimitarra
imitaba los versos que su abuelo le leía
en la lejana Argel;
y el abuelo de Argel había leído a Imru-ul-Qais,
al que Mahoma consideraba el primer
gran poeta árabe;
lo había leído una interminable
jornada en el desierto de Sahara (más húmedo ahora que entonces)
en la lenta marcha de los camellos y las teas
encendidas.
Y es probable que Imru-ul-Qais escribiera
en la lengua de Alá imitaciones de Horacio.
Y Horacio admiraba a Virgilio,
y Virgilio aprendió en Homero,
y Homero, el ciego, repetía en hexámetros los extraños poemas
que se susurraban al oído
los amantes en las estrechas calles de Babilonia
y Susa,
y en Babilonia y Susa
los poetas imitaban los versos de los hititas de Bog Haz Keui
y de la capital egipcia de Tell El Amarna,
y los poetas del 4000 a.n.e.
imitaban a los poetas del 5000 a.n.e.
hasta que el hombre de Pekín, en la húmeda caverna
de Chou-Tien
viendo arder lentamente sobre las brasas el anca
de un venado,
gruñó los versos que le dictaba desde el futuro
un joven poeta que murmuraba cerrando un libro
de Apollinaire.
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