miércoles, 17 de febrero de 2016
Gustavo García Saraví (Arg. 1920-1994)
La decadencia de las familias
Igual que una humedad, un gusano, una caries,
la decadencia empieza en una célula
íntima y misteriosa del cuerpo, un lugar no
determinado y azaroso: el bazo,
los molares, la tibia,
el legendario timo, las meninges.
Tampoco se conoce exactamente
el momento elegido
por la destrucción para iniciar la tarea,
poner en movimiento microscópicas picas,
tornos, excavadoras, aparatos feroces
para correr cimientos, dignidades, soberbias,
títulos de doctores.
Se sabe, sí,
que aparecen de pronto aunque insensiblemente
y enseguida comienzan
a echar abajo
las limpiezas y honores de la gente.
Es un trabajo lento e incesante
que a veces dura siglos y se hereda de padres
a hijos, sin remedio, igual que aquellas
enfermedades cuyo nombre
no debía decirse frente a las criaturas.
Los síntomas son claros:
una pobreza apenas perceptible
invade las persianas, las comidas,
los trajes de etiqueta, el orgulloso número
de cocineras y lebreles.
Durante un tiempo
nadie percibe
que falta un pobre o sobra algún remiendo
en el tapado de las niñas.
Sigue llegando
dinero desde el campo, desde
las vacas, desde los arrieros, desde
los radiantes trigales.
Después se rompen una
preciosa fuente
de porcelana, una consola,
unos botines de charol
que no se pueden reemplazar,
se descuelgan arañas o tapices
y los sillones
se vuelven amarillos o ruidosos.
Son circunstancias
inesperadas pero fáciles
de remediar, detalles, telas que hay que cambiar
por otras, la sequía,
los chacareros que no pagan,
un mal año que no durará toda
la vida, por supuesto, la Sociedad Rural
manejada por tontos y dipsómanos.
Pero los infartados, las paredes rajadas,
los almohadones continúan cada
día peor,
más cascarudos y gomosos
tal como lo anunciaron las divinas
adivinas: lechuzas en todas partes, cráteres,
Bastillas, pergaminos, vis a vis, incunables
pisoteados
y confundidos.
Ahora existe como un encono de criadas,
de futbolistas, de aparceros
que hasta ayer eran
una montura, un truco,
una larga mateada. Algo sucede,
es innegable, fechorías
del diablo, peronismos, maldiciones,
pereza de los nietos, los turcos, los judíos,
la mala calidad de las cosas de Harrods.
Hasta que ya
en el final, se precipitan
la caspa, los derrumbes,
las borracheras,
los apellidos
que nadie sabe
de donde mierda vienen, las nenitas roñosas.
Es imposible
volver atrás, a Sobremonte,
a las diez mil leguas de pampa,
a la Primera Junta, al coronel Zutano,
glorioso vencedor de los indios desnudos
y sin armas.
Se caen irremediablemente
los cielo-rasos
los guardapelos, los modales,
la honestidad, los libros en francés
y se comprende entonces, no sin cierta tristeza,
que también el país
se cae un poco, se oscurece
igual que cuando se descubre
con vergüenza que nuestros pobres padres
hacían el amor (probablemente mal)
y que nos engañaron y que tenían faltas
de ortografía y, sobre todo
que no eran hermosos o felices.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario