martes, 19 de enero de 2016

Juan José Saer


—Miren: el colibrí.

Todos dejan de hablar y giran la cabeza en dirección al arbusto de flores amarillas; incluso Riera, que estaba sentado de espaldas a ese sector del patio, se incorpora y se queda mirando: aleteando sin parar, el cuerpo diminuto del pájaro se mantiene en el aire frente a una flor amarilla mientras su pico se introduce en ella. El aleteo vertiginoso produce un efecto doblemente sorprendente al contrastar con la inmovilidad total del patio, los árboles, el pasto, el agua azul de la pileta ahora que ningún cuerpo ni ninguna brisa la turba, y sobre todo las figuras humanas que se han fijado en actitudes diversas, con la vista dirigida hacia el arbusto amarillo y el cuerpecito que sacude las alas con frenesí para neutralizar la fuerza de gravedad. Los personajes vivientes de hace unos segundos, transformados en sus propias efigies petrificadas, el jardín y la casa con todas sus dependencias, y lo que está más allá de sus límites, calles, caminos, pueblos, ríos, ciudades, mundo, de los que no llega ningún ruido, ningún movimiento, son como un decorado dispendioso, digno de la magia legendaria del colibrí, que aparece, con la regularidad de las constelaciones, súbito, en los jardines, y vuelve a desaparecer con la misma rapidez, igual que si fuese un espejismo o una visión. parece concentrarse, durante unos minutos, en una de sus partes, alada y vistosa, y sin embargo, a pesar de su prestigio, toda la energía que saca con el pico de la flor amarilla se consume en el momento mismo de ser obtenida, a causa del aleteo agotador que lucha contra la atracción terrestre.
 
 
(En La Grande)

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