HORACIO
The rest in silence
Shakespeare
Se han detenido, Horacio, las flechas en medio de su vuelo.
El lejano prestigio de la luna levanta nuevamente
a las doncellas
y las teje y las enreda en un delgado sonambulismo.
Los adolescentes apócrifos comparan el brillo de las charcas
con el de sus sortijas.
Te pedimos, Horacio, que nos digas
cual será en adelante la morada de nuestras almas de albúmina
y de hierro y de silencio.
Dínoslo, Horacio, y si quieres llamar en tu consejo
a tus amigos
-los de los grandes belfos, los de los eructos-
Y si quieres llamar a tus amigas
-las de los vertederos axilares, las de la fidelidad a toda prueba-
hazlo, y reparte nuestras bebidas como trozos de hierba.
(Oh, canícula, canícula. En el centro de tu corazón
habitan los hombres voluntariosos, los entusiastas del músculo y
la flecha, los que desdeñaron los vahos siderales. Esos
que aman aún, y que respiran despaciosamente,
como sombras de plantas.
Esos que llegaron a ser, prefigurando
lo que luego seríamos, nuestra flagrante debilidad en los dedos.)
Horacio, mirando al cielo vi a un pez anciano
removiendo hueveras luminosas. En el lecho soñé
que todos los habitantes de la tierra, uno por uno,
venían a verme, por que yo era un cachalote varado y
todavía poderoso, que sólo obedecía a órdenes de dioses,
las que nunca llegaban. Soñé, Horacio que de pronto
yo era un camaleón y con mi larga lengua
me lamía las llagas incoloras y el alma albuminoide.
Y eran tantos los hombres como estatuas salinas
que sepultaban continentes enteros.
¿Me dirás si una premonición, como una joven viuda
ha transitado la acidez de mi sueño?
¿Me dirás si el espíritu posee las curvas de un espejo?
(El que va a intervenir en la batalla
tiene que despojarse del silencio,
tiene que conocerse los brazos y las piernas,
tiene que temer mucho a la muerte. El que va a intervenir
en la batalla
orina, come poco, y besa a su mujer si es que la tiene).
Se detienen las flechas en medio de su vuelo. Hay una calma tensa
como el techo de un hongo.
Todavía un consejo, Horacio, amigo.
El lejano prestigio de la luna levanta nuevamente
a las doncellas
y las teje y las enreda en un delgado sonambulismo.
Los adolescentes apócrifos comparan el brillo de las charcas
con el de sus sortijas.
Te pedimos, Horacio, que nos digas
cual será en adelante la morada de nuestras almas de albúmina
y de hierro y de silencio.
Dínoslo, Horacio, y si quieres llamar en tu consejo
a tus amigos
-los de los grandes belfos, los de los eructos-
Y si quieres llamar a tus amigas
-las de los vertederos axilares, las de la fidelidad a toda prueba-
hazlo, y reparte nuestras bebidas como trozos de hierba.
(Oh, canícula, canícula. En el centro de tu corazón
habitan los hombres voluntariosos, los entusiastas del músculo y
la flecha, los que desdeñaron los vahos siderales. Esos
que aman aún, y que respiran despaciosamente,
como sombras de plantas.
Esos que llegaron a ser, prefigurando
lo que luego seríamos, nuestra flagrante debilidad en los dedos.)
Horacio, mirando al cielo vi a un pez anciano
removiendo hueveras luminosas. En el lecho soñé
que todos los habitantes de la tierra, uno por uno,
venían a verme, por que yo era un cachalote varado y
todavía poderoso, que sólo obedecía a órdenes de dioses,
las que nunca llegaban. Soñé, Horacio que de pronto
yo era un camaleón y con mi larga lengua
me lamía las llagas incoloras y el alma albuminoide.
Y eran tantos los hombres como estatuas salinas
que sepultaban continentes enteros.
¿Me dirás si una premonición, como una joven viuda
ha transitado la acidez de mi sueño?
¿Me dirás si el espíritu posee las curvas de un espejo?
(El que va a intervenir en la batalla
tiene que despojarse del silencio,
tiene que conocerse los brazos y las piernas,
tiene que temer mucho a la muerte. El que va a intervenir
en la batalla
orina, come poco, y besa a su mujer si es que la tiene).
Se detienen las flechas en medio de su vuelo. Hay una calma tensa
como el techo de un hongo.
Todavía un consejo, Horacio, amigo.
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