Nada que temer
«Siendo adolescente, encorvado sobre un libro o revista en el cuarto
de baño, solía decirme a mí mismo que Dios no podía existir porque la
idea de que pudiera estar observándome mientras me masturbaba era
absurda; era más absurda aún la de que todos mis antepasados difuntos
estuviesen colocados en fila y también mirando. Tenía además otros
argumentos racionales, pero lo que acabó con El fue aquella sensación
poderosamente persuasiva; una sensación asimismo interesada, por
supuesto. La idea de que el abuelo y la abuela observaran lo que me
traía entre manos me habría causado una seria zozobra.
Al
recordar esto, sin embargo, me pregunto por qué no pensé en más
posibilidades. ¿Por qué presupuse que Dios, si estaba mirando,
desaprobaba forzosamente que yo vertiese mi semen? ¿Por qué no se me
ocurrió pensar que si el cielo no se desplomaba al presenciar mi
ferviente e inagotable actividad, quizá fuera porque el cielo no la
consideraba un pecado? Tampoco se me ocurrió imaginar que mis
antepasados sonriesen al observar mis acciones: adelante, hijo,
disfrútalo mientras lo tengas, no podrás hacer eso cuando seas un
espíritu incorpóreo, así que hazte otra por nosotros».
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