martes, 7 de mayo de 2024

Philip Larkin (Reino Unido, 1922 - 1985)

 

AL MAR
 
 

Pasar por encima del muro bajo que divide
Carretera de paseo de cemento al borde de la orilla
devuelve agudamente algo hace mucho conocido:
el alboroto en miniatura de las costas.
Todo se aprieta más acá del horizonte bajo:
playa abrupta, agua azul, toallas, gorros rojos,
el fresco, cíclico derrumbe de las olas sosegadas
sobre la arena tibia y amarilla y, a lo lejos,
pegado a la tarde un barco blanco…
 
Siempre igual, ¡todo siempre igual!
Comer, tenderse, dormir oyendo la resaca
(la oreja al lado de la radio, ese ruido
que se amansa bajo el cielo), o pasear amablemente
a los niños vacilantes, untados de blanco
y aturdidos de aire enorme, o empujar las sillas
de los viejos tiesos para que no respiren
un último verano, es lo que transcurre,
mitad rito, mitad placer anual.,
 
tal como cuando, feliz de que me vigilaran,
yo buscaba Estrellas del Cricket en la arena,
o, antes todavía, oyendo un idéntico chillido
sobre el mar, mis padres se vieron por primera vez.
Ajeno a ella ahora, contemplo la diáfana escena:
las mismas aguas claras sobre piedras lisas,
allá en el límite las débiles, chillonas quejas
de bañistas lejanos, y después malos cigarros,
papel de chocolate, hojas de té y, entre las rocas,
 
oxidadas latas de conserva, hasta que los primeros
empiezan a emigrar rumbo a los coches.
El barco blanco ya se fue. Como cristal bajo el aliento
la luz se hizo lechosa. Si lo peor de un tiempo
impecable es que no estamos a la altura,
acaso por costumbre estos hagan lo justo:
venir al agua torpemente desvestidos
cada uno; convertirse casi en clowns para enseñar
algo a los niños; y a los viejos, como se debe, ayudarlos.
 
 
    Traducción de Marcelo Cohen
 
 
En  Ventana alta, Ed. Gog y Magog 


(Fuente: Marcos Herrera)

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