“Y si vienes a morir a Puerto Trakl,
no bebas de mi vino”, dijo el tabernero.
Este bar no es la morgue de los ángeles
ni el cementerio de los fantasiosos.
Muchos hombres han cruzado el océano
por un jarro de cerveza, por una copa
de ginebra caliente.
Nadie aquí tiene patria ahora y navegar
cansa más que la nostalgia y el amor.
Escucha, solo escucha el estruendo del oleaje,
mientras el mirlo clama
entre las ramas y el viento.
Como una manera triste de predecir
miro el paso de las nubes sobre el puerto.
Sé que mi suerte no está
en ninguno de esos nimbos que regresan al mar
movidos apenas por el viento de la literatura.
“Profetizar me asquea”, podría decir
y, sin embargo, allá va mi vida,
sobrepasada por pájaros que llevan
todo el tiempo del mundo entre sus alas.
Una mujer escrita en la arena,
soñada por torvos marineros desaparecidos.
La longitud de su pelo alcanza
los oscuros ojos de los peces yacentes.
El musgo de su sombra cubre
las roídas murallas de los astilleros.
“La felicidad es una sombra”, dice
mientras la tormenta imaginaria inunda
los quebrados ventanales del puerto.
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