lunes, 26 de junio de 2017

Cristhian Briceño (Perú)


CRISTHIAN BRICEÑO

iii

No era la literatura, sino la escritura (cosa distinta) lo que me movía. No el amor, sino el instante del amor (que ya es pasado), aquello que mi alma apetecía. No el alcohol, sino mi embriaguez desplegando las visiones. Alguien  debe haber dicho, hace muchos siglos, que el sabor no estaba en la fruta que comemos ni en nosotros, sino en la conjunción de ambos (luego Teitoku lo utiliza en su haiku de la niebla en primavera, Valéry en su Cimetière marin, Borges en sus conferencias, y Olson y Carduci, creo, y hasta Julio Buitrón en el bar Don Lucho). Como un rostro indefinido, así las emociones encuentran su forma cuando lo instantáneo prevalece. Las emociones se diluyen en su propia duración. Ese es su lugar en la naturaleza de lo que existe: lo que desordena.


vi

Puedo hablarle a Dios cuando estoy solo. Por supuesto, Él nunca ha respondido. Pero puedo decirle, mirándolo a los ojos —que están en cualquier parte según los teólogos, este viento invisible que enfría mi frente, p. ej. —, que tengo fe en su piedad. Por tanto, espero perdone mis pecados, que no son muchos pero poseen la cualidad de quien se esmera. Dios y el arte de callar, perfecto para los que pueden oír, pues de aquellos serán las vísperas de lo que nunca termina.

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