En el cielo
No hay perro encadenado a un poste en un jardín de pasto que se marchita, como los perros con los que me crié, hambrientos, sobrealimentados, golpeados en la cara por los chicos, no hay chicos, no hay petardos deslizados por largas gargantas de botellas los primeros días del verano, no hay cielo en explosión, sangre ni huesos, porque nosotros éramos los huesos, no hay más Señor Dios Mío, ni tampoco mapas hechos de fuego, una pequeña llamarada que arde donde me crié, para que pueda, si yo quiero, señalar la llama que era la Avenida 82, no hay leche en la heladera, tampoco caminar por la calle al negocito que vendía navajas mariposa, no hay navajas, no hay miel ahora que toda la dulzura ya no existe, aunque nosotros éramos la dulzura, aunque necesitábamos algo para la lengua, no hay más jabón barato ni lavarnos la boca con jabón porque Hijo de puta y porque Andá a la mierda nos salían de la boca como peces del Océano Pacífico, no hay colibríes, no hay curitas ni rodillas raspadas con el barro y las piedras del barrio porque nosotros éramos el barro, no hay madres jóvenes que fuman cigarrillos en el porche mientras el cielo se pone lindo antes de que anochezca, aunque ellas eran más lindas y el cielo se volvió en su contra. No hay punk rock ni fiesta de egresados, ni zapatos baratos de taco alto abandonados en la lluvia en un estacionamiento, ni botellas vacías de tinto de verano porque nosotros éramos las botellas vacías, ni tampoco arrojarlas contra la pared de detrás de la escuela, porque nosotros éramos los vidrios que se hacían pedazos. No mirar más en dirección al oeste, no hay este, norte o sur, sólo nosotros acá parados, juntos, preguntándonos los unos a los otros, si recordamos algo, qué era lo que amábamos, qué lo que nos amaba, quién fue el primero en gritar nuestros nombres.
Traducición de Ezequiel Zaidenwerg
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