El tiempo muerto:
I
Niña, cuando baje el sol inútilmente la loma de zeolita, una estación sin pueblo pasará por nuestro lado. Veremos gesticular el péndulo policial de la vía férrea, con su olivo estremecido y el cristo de cobre comido de totíes. Veremos el ebrio portal, habituado a la pobreza, y partiendo de su sombra los caminos que tropiezan la alegre simetría de los maizales.
Lejos del estrépito, desde un nido de vivos colores nos seguirá el abalorio de la luna por el cielo de Mayabe.
II
La otra noche, bajo la lluvia, vino la mujer de la leche. Llegó del sur cruzando la vía del Machadato. Le dimos café y preguntó si quedaba alguna sobra que comer.
Los perros salieron de debajo de la escalera a lamerle el charol pobre de los pies. Los niños arriba, en sus teléfonos, se perdieron verla seguir viaje por el apagón de la avenida Lenin, con las faldas recogidas sobre charcos sarpullidos de estrellas blancas, huyendo de la policía.
III
Con el día vuelves, calor.
Los ventiladores empujan un piógeno de horas a través de las puertas cerradas, adversos remolinos de ruedas dentadas y guarismos como un pubis africano.
Después de la siesta saldrá a pasear en su jarrón de agallas trepidantes, en su cáliz punzó de relojero chino, el diablo que les roba a las niñas la virtud.
IV
El fin de año es la hora de los pollos.
Una mano baldovina los va ultimando, los despluma luego, despiojándolos con uñas mondadas por un singular quebranto de los nervios, hasta lampiñarlos de todo a todo. Los destripa y adoba, y los acuna en la cazuela sobre una pira de leña entre dos pizarras azules forradas de alquitrán, con el gesto de una madre que sienta al orinal a un niño enfermo.
La cazuela zozobra con el ímpetu del fuego, como un tren, como un híbrido de buey y de tiovivo.
(Fuente: Meta Poesía)
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