La casa de calle Moreno
La casa de calle Moreno
A Fernando Spinassi
La casa de calle Moreno
tenía un patio, un piano y una mesa
de pimpón donde Tucho, Jorge
y Cacho intercambiaban poderosos
drives y reveses sutilísimos. La casa
de calle Moreno
parecía abrazar al que entraba: la reina
Ilda, de sonrisa
discreta, ofrecía mates dulces
y Roberto, cigarrillo
entre los labios, escanciaba
ginebra en vasitos
de vidrio. Se hablaba
―¡y cuánto!, ¡y cómo!―: altas
madrugadas de diálogo profundo conoció
aquel patio, siempre fresco
y gentil en los veranos. Pero después
se dejaba de charlar
y surgía la música: zambas,
milongas, chacareras, gatos
y tangos de mi flor, ejecutados
con sobria maestría
en el teclado blanquinegro. Se
sentaba Tucho; se sentaba
Chacho; se sentaba
Roberto; se sentaba
Hugo; se sentaba
la Nena. Y hasta un juvenil
Eduardo arremetía
con irreverencia
adolescente. Jorge,
mientras tanto, reflexionaba
en voz alta. La casa
era así, puro corazón, palabra
sabia. Tucho lo sabía
bien y se reía
al ver a los caballos
de plomo galopar
sobre el tablero de cartón
al compás de la danza
de los dados: la yegüita
Pinky era su esperanza, aunque
no le bastara el trago
de alcohol para alcanzar
la meta luminosa. ¡Y Flanblandito,
país de los poetas! (Comocundo
era el río, Tanquieto
el lago y Papaplá
los toboganes. Los indios
Chequechicos
acechaban tras los maceteros. Y el mar
brillaba en las playas
de Sansalgán). La casa
de calle Moreno era un refugio
del mundo y era el mundo
a la vez en su versión
más dulce. Roberto
y Tucho y Cacho y Jorge
y Chacho y Hugo y esa suave
reina que era Ilda y el sonido
azul del piano y tanto vino
que hermanaba las almas y los sueños
y el amor y la amistad, todo se ha ido
y también se fue la casa
y nosotros, sin duda, nos iremos, pero
la muerte no podrá con la memoria
de aquello que fue dado como luz
y como luz regresa en la leyenda
de la casa de calle Moreno.
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